Sesenta años después del Tratado de Roma, los originales propósitos de sus padres fundadores han venido sufriendo el desgaste lógico de los cambios que han sobrevenido como consecuencia de los avances tecnológicos, los intereses de pueblos y naciones y las propias tensiones intergeneracionales del desarrollo político, cultural y social de la sociedad europea y mundial.
Los jóvenes de hoy forman parte muy activa de una nueva era digital con sus grandes adelantos y avances en el ámbito de la información, el conocimiento y la aplicación de las nuevas tecnologías. Hoy ni los idiomas, ni las distancias físicas o geográficas, ni las fronteras, son ya barreras para la humanidad; están metidos de lleno en un mundo nuevo, apasionante, intercomunicado; aunque eso sí, no exento de riesgos.
Llevan en su ADN no sólo los avances tecnológicos, sino también una gran capacidad de innovación, de altruismo y de participación social. Si a esto se le une su valentía para no temer a la movilidad y hacer frente a los desafíos ante lo desconocido, la esperanza en que liderarán los cambios que una nueva Europa exige puede y debe estar garantizada.
Lo cierto y verdad es que la Europa que construimos con tanta ilusión la generación de la post-guerra ya no es la misma que la que van a encontrarse nuestros jóvenes de hoy. Es fácilmente constatable que le está afectando una seria enfermedad que alcanza no sólo al cuerpo -el Brexit es su primera amenaza-, sino también a su alma o espíritu.
Los europeos hemos conseguido con un gran esfuerzo solidario e inteligencia colectiva y de la mano de grandes líderes políticos o religiosos, derribar muros contra la libertad, garantizar unos altos niveles de estabilidad y protección social, cohesionar ciudades, regiones y Estados distribuyendo recursos y riquezas, además de unos muy altos niveles de protección de los derechos humanos.
Pero no es oro todo lo que reluce. Hay viejos fantasmas que vuelven a ensombrecer a Europa y a toda la sociedad y civilización occidental. Las raíces cristianas de Europa hoy ya no son tan firmes como cuando Robert Schumann en su discurso ante el Parlamento Europeo en 1959 declaraba que “la democracia ha nacido y se ha desarrollado con el cristianismo, ha nacido cuando el hombre, fiel a los valores cristianos, ha sido llamado a valorar la dignidad de la persona, la libertad individual, el respeto de los derechos de los demás y el amor del prójimo”.
El propio Papa Francisco, lo recordaba a los 27 Jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea que se reunieron en Roma para celebrar el 60 aniversario de la Unión: “Esta hermosa institución rejuvenecerá, si vuelve a poner la persona humana, en lugar de las finanzas, en el centro de sus prioridades políticas”.
La indiferencia o el rechazo ante la inmigración de los hambrientos, la crisis de los refugiados que huyen de las masacres de la guerra, el desprecio a la vida desde su concepción, el nacimiento de los nuevos populismos de extrema derecha o izquierda o la dictadura del relativismo actual que abandona al hombre a su propio yo y sus apetencias, son algunos de los males de nuestra sociedad actual.
Cada vez se hace más urgente liderar el rumbo de una nueva Europa para rejuvenecerla y humanizarla, alejándola de ideologías “obtusas” y violentas, opuestas al proyecto inicial de sus fundadores en su deseo de construir un espacio común de paz, tolerancia y diálogo.
Hoy, casi diariamente, estamos contemplando a través de los medios de comunicación social los peligros que se ciernen para la paz y convivencia pacífica, no sólo de Europa, sino de todo el mundo. Todos y cada uno de nosotros tenemos la obligación personal de contribuir a que el dolor que producen en los seres humanos la violencia terrorista, las guerras injustas o la falta de trabajo y la pobreza, no sea la constante diaria que gire alrededor de nuestras vidas.
Frente a quienes ven en la tradición un enemigo del progreso humano, George Weigel, escritor y politólogo católico, explicaba a los estudiantes de la Universidad de Dallas que la civilización occidental prosperó sobre las bases de Jerusalén, Atenas y Roma. Estos tres pilares –la religión judeocristiana, la confianza en la razón y el derecho– hicieron florecer la libertad en Occidente, dijo textualmente.
Pues bien, hay quienes hoy pretenden debilitar cada uno de estos tres pilares y sacudirlos para derribarlos. Hay quienes quieren desterrar a Dios de la cultura occidental propagando un “humanismo ateo”. Hay quienes también pretenden imponer un “laicismo hostil” relegando las humanidades y provocando una gran desorientación en el campo de la ética y la moral, y hay quienes todo lo “relativizan”, socavando los fundamentos del Estado de Derecho.
Frente a esto, George Weigel pedía impulsar un renacimiento de la libertad bien entendida, o sea, “una libertad vinculada a la verdad moral y ordenada al bien; una libertad vivida noblemente y no de forma egoísta; una libertad vivida para el bien común”.
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