El amor que se tengan los padres, de la rectitud de conciencia y de su alegría por vivir, depende su descendencia y, en cierto modo, el futuro de México.
“Todo puede llegar a ser, todo se hace posible” si ponemos los medios y perseveramos hasta conseguir lo que deseamos. Evidentemente se trata de desear algo que sea bueno o útil, que valga la pena. Y en este punto entran en juego los ideales que mientras más altos sean producirán mejores y más abundantes frutos.
Para saber si mi ideal vale la pena –por el esfuerzo y las cosas que dejamos para hacerlo realidad–, es preciso relacionar las propias posibilidades con las necesidades de los demás, porque todos requieren recibir ayuda: nadie se puede sostener solo.
Menos aún nuestra familia; no se diga ya de un país como México que, para salir adelante, reclama el trabajo de todas sus gentes, sobre todo en tiempos de crisis como por ejemplo el de la pandemia que nos azota. La población constituye la riqueza más grande. Una nación en la que sus pobladores se abandonen a sí mismos o disminuyan en número, está condenada al fracaso y a la dependencia de otras naciones más poderosas.
La fortaleza o fuerza de México –lo sabemos– está formada por la suma del carácter de cada uno de sus habitantes; si estos hacen polvo los temores y solucionan con diligencia los problemas o retos que la vida les va poniendo enfrente, podemos decir con toda verdad que el país va hacia adelante y hacia arriba. Este optimismo y alegría de vivir tiene sus raíces en la familia.
Donde más cabeza y manos trabajan, existe mayor abundancia de bienes de todo tipo. Hecho que se refleja con claridad a nivel familiar. Una familia donde el padre trabaje y la madre comparta los quehaceres del hogar u otra labor –sin descuidar a los hijos– necesariamente sale adelante.
Si esa familia cuenta con un mínimo de tres o cuatro hijos, los pequeños pueden educarse en un clima en el que aprendan a valorar lo que poseen; la dificultad de adquirir dinero les ayudará a saber gastarlo; lo valores humanos los incorporarán a sus vidas, porque tendrán ocasión de practicarlos con los otros hermanos: esto es el ponerse al servicio de ellos, por ejemplo: el lunes le toca lavar los platos a uno y al día siguiente al otro hermano, etc.
El ambiente de alegría en una familia numerosa contribuye poderosamente a desarrollar la lealtad y el espíritu de servicio y a fomentar la participación de cada uno de los hijos en la familia. Si tomamos en cuenta que es a través de la familia como los niños y los jóvenes se van incorporando a la sociedad: se palpa le necesidad de ver esa explosión de expectativas de mejora, en primer lugar dentro de casa.
Actualmente muchos matrimonios dudan entre elegir tener uno o más hijos, o una familia normal. Los especialistas enumeran multitud de limitaciones y desventajas que trae consigo, tanto a nivel familiar como social, el llevar a la práctica la teoría del hijo único. Entre otros argumentos destacan los siguientes: a) el hijo único carece de la vida de comunidad, y por lo mismo, de las oportunidades para practicar las virtudes sociales; b) el excesivo mimo de los padres con el hijo único –lo muestra la experiencia– hace al hijo egocéntrico e incapaz de despertar en él la conciencia de los deberes sociales, como por ejemplo de ayudar al necesitado y a las instituciones de servicio público.
Si el fenómeno del hijo único cundiese a nivel nacional y por un periodo prolongado de una generación, pronto presenciaríamos una emigración masiva de extranjeros, que vendrían a ocupar los puestos vacíos y –con el tiempo–los de responsabilidad, que no llegaron a ocupar los que nunca nacieron.
Las cifras no mienten: si los padres de la generación tuviesen cada uno un hijo y una hija (o sea, los descendientes), que al casarse más tarde, tengan, a su vez, dos hijos, la población del país habría comenzado a extinguirse. Debido a que no todos contraen matrimonio: algunos mueren más pronto; otros por sus enfermedades no se casan; otros se ponen miras demasiado altas, que sólo se pueden cumplir libres de vínculos familiares; hay quienes no encuentran nunca la persona con la que hubieran decidido casarse; y de los matrimonios que se llevan a cabo, no pocos –por motivos voluntarios e involuntarios– se quedan sin descendencia.
La experiencia señala que un pueblo se sostiene en pie, únicamente si el número de hijos es de tres o cuatro por familia; el número ha de ser mayor si se quiere que aumente la población.
El fondo del problema radica en la generosidad de los padres. Porque del amor que se tengan, de la rectitud de conciencia y de su alegría por vivir, depende su descendencia, y en cierto modo, el futuro de México.
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