México es una realidad apasionante. Nacido de dos raíces nobilísimas, está a la cabeza de esa gran porción de la humanidad, que es Hispanoamérica, llamada por los Papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI El Continente de la esperanza. Su primera raíz son las múltiples etnias mesoamericanas que, asentadas en nuestro territorio a lo largo de más de 10,000 años, deslumbraron a los mismos conquistadores. Ya Hernán Cortés, en su Primera Carta de Relación a Carlos V, le comenta: “…cierto sería Dios Nuestro Señor muy servido, si… estas gentes fuesen introducidas e instruidas en nuestra muy santa fe católica y conmutada la devoción, fe y esperanza que en estos sus ídolos tienen, en la divina potencia de Dios; porque es cierto que si con tanta fe y fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros”.
Su segunda raíz, la española, tuvo tal fuerza en el siglo XVI que llegó a crear el imperio “donde no se ponía el sol”. Esos españoles, al llegar a México, se enamoraron de él, al grado de que lo llamaron como a su misma patria: la Nueva España.
Ambas raíces tuvieron un encuentro dramáticamente traumático, que las llevó a buscar el exterminio del otro y culminó con la lamentable destrucción de la Gran Tenochtitlán, una de las más bellas ciudades de la historia, en 1521. Pero diez años después, en 1531, Santa María de Guadalupe los reconcilió, les hizo tomar conciencia de que eran una sola Nación y los llevó a construir un nuevo país, que llegó a ser el más importante de América en los siglos XVI al XVIII.
Las etnias Mesoamericanas y su notable fe prehispánica
Mucho se ha escrito, y con justa razón, del grandioso trabajo que hicieron las Órdenes Religiosas en la evangelización de América, especialmente los Franciscanos, Dominicos y Agustinos. Pero poco se conoce todavía sobre la profunda y sincera fe prehispánica que vivían esas etnias, plasmada en la venerada Huehuaetlamanitilizti (Tradición de los Ancianos), transmitida por los Tlamatini o Sabios (el sabio: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahúma…). Vivían esa fe con grandes sacrificios, incluso de su propia vida, como describe con admiración Fray Bernardino de Sahagún: “E lo que toca a religión y cultura de sus dioses no creo que ha habido en el mundo idólatras tan reverenciadores de sus dioses, ni tan a su costa, como estos de la Nueva España; ni los judíos, ni ninguna otra nación tuvo yugo tan pesado y de tantas ceremonias como le han tomado estos naturales por espacio de muchos años…”
Su fe estaba llena de semina Verbi, y al conocer las tiernas palabras de Santa María de Guadalupe comprendieron que Ella venía a darles su pleno cumplimiento: ”in nicenquizca cemicac Ichpochtli Santa Maria (la yo-perfecta por-siempre Virgen Santa María), in Inantzin in huel nelli Teotl Dios (la-su-venerable-Madre del muy verdadero Dios Dios), in Ipalnemohuani (el viviente-causa de-toda-vida), in Teyocoyani (el Creador-de-las Personas), in Tloque Nahuaque (el Dueño-del-Junto Dueño-del-Derredor), in Ilhuicahua (el Dueño-del-Cielo), in Tlalticpaque (el Dueño-de-sobre-la-Tierra)”. No dudaron más y se convirtieron en masa y para siempre. Y han conservado esa fe católica durante 5 siglos, siempre en medio de tiranías, revoluciones y persecuciones.
Los Santos Niños tlaxcaltecas Cristóbal, Antonio y Juan, protomártires de América
“Y vosotros, moradores de esta Nueva España, alegraos de haber tenido unos bienaventurados mártires como lo fueron estos niños y con mayor razón los de esta ciudad de Tlaxcalan, que fue su principal cuna”. Así testimonia Fray Toribio de Benavente (llamado cariñosamente Motolinía –el pobrecito– por los indígenas) , en sus Memoriales o Libro de las Cosas de la Nueva España y de los naturales della, el impacto que causaron los niños indígenas a los frailes, por su esmerada educación, sus recias virtudes y su inteligencia. Esos niños llegaron a ser sus mejores colaboradores en la tarea evangelizadora.
Los Franciscanos arribaron a la Nueva España el 13 de mayo de 1524. Es notable que, muy poco después, estos niños catequizados por ellos tuvieran la madurez para recibir la corona del martirio: Cristóbal en 1527 y Antonio y Juan en 1529, como atestigua en 1541 el mismo Motolinía en su Historia de las Indios de la Nueva España. El historiador Salvador Abascal escribió en 1990: “¿Son acaso Cristobalito, Antonio y Juan quienes atraen para México, sin poder ni presentirlo… el supremo galardón de las sin par Apariciones del Tepeyac?”.
Un acontecimiento de trascendencia universal
Después de 25 años de su beatificación, en que la Iglesia los puso como modelos de santidad para el noble pueblo tlaxcalteca, ahora los propone para toda la humanidad. Un modelo de plena actualidad: son laicos, igual que el 99.9% de los 1,200 millones de católicos; son americanos, como la mitad de los católicos actualmente; son indígenas, que nos ayudarán a revalorar a tantas etnias que han sido relegadas y aún despreciadas; son niños que nos ayudarán a revalorar esos grandes regalos que Dios continúa enviándonos: nuestros niños.
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