Si el programa de la indiferenciación entre los sexos se despliega una vez más ante nuestros ojos –lo vemos con la teoría de género y su extensión hacia las personas con sexualidad no heterosexual– es gracias a la concepción hedonista de la sexualidad.
Contra la moral sexual se erigió la teoría psicoanalítica y se propagó en el mundo con el ideal de la libertad sexual. Con la teoría psicoanalítica se robustece el programa de la indiferenciación sexual entre los hombres y las mujeres. Su contenido se ha venido desplegando desde entonces, ofreciendo a las mujeres, como primer paso la libertad de sexo sobre la premisa de que el sexo es también placer. Pero no es sino hasta los años sesenta que la influencia del psicoanálisis se deja verdaderamente sentir en el plano de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres. Todo ello como consecuencia de la difusión progresiva de los conceptos claves del psicoanálisis en un medio universitario dominado por el ideal sesenta-ochero de la enseñanza para todos.
De esta manera el psicoanálisis y sus promesas terapéuticas dejan de ser una aspiración exclusiva, de vanguardia, de las elites de las grandes metrópolis del mundo para alcanzar a las clases medias de esas mismas metrópolis. Tuvo que ser algo más que un encuentro de aspiraciones para que la teoría de Freud se proyectara al mundo, a través del cine, el teatro, la literatura y otros medios de creación y comunicación. Porque para sublimar con arte la promesa del psicoanálisis, las clases medias y las elites tuvieron que aportar sus propios recursos: unos el talento y los otros el dinero para financiar lo primero. La teoría se ideologiza, se vulgariza, orienta las aspiraciones colectivas hacia la ilusión de una “cura de alma”, de una vida libre de pecado y culpa. Es de esta corriente de pensamiento e ilusiones que derivan muchas de las ideas que aglutinan el movimiento feminista. La idea del derecho a disponer de su propio cuerpo, por ejemplo, deriva de la convicción según la cual la moral culpabiliza las relaciones sexuales no orientadas hacia la procreación. Todo ello bajo la consideración de que la culpa, como sentimiento, neurotiza. De allí la consigna de liberar la sexualidad de la concepción procreadora para poder asumirla, sin culpa, de manera hedónica, dentro y fuera del matrimonio.
Si el programa de la indiferenciación entre los sexos se despliega una vez más ante nuestros ojos – lo vemos con la teoría de género y su extensión hacia las personas con sexualidad no heterosexual– es gracias a la concepción hedonista de la sexualidad. En el sentido que logra, como ya lo hemos visto, asociar la idea de placer al de la felicidad, sacar la sexualidad de las alcobas matrimoniales para el beneficio y la “felicidad de todos”, como dirían las minorías que se apasionan por el igualitarismo sexual.
Es de esa lógica que las agrupaciones de la diversidad sexual se cobijan para exigir el reconocimiento de su sexualidad, no como una desviación o perversión, como lo diagnostica Freud, sino como una conducta socialmente aceptada. En su momento, ese fue el primer paso, porque a esa exigencia se han sumado otras, como la del derecho al matrimonio, la adopción de niños, etc. Pero eso no es todo: entre conquistas y euforia, el acrónimo de la diversidad sexual se alarga, adicionando a las lesbianas y guys (LB), bisexuales, transgéneros, travestis… hasta llenar de tristeza a los pederastas. Porque ellos también hubiesen aspirado a ingresar con P mayúscula a sus filas de no ser por el cordón jurídico con el que se protege, hoy en día, a los niños de los abusos sexuales. Tuvo que haberse inmiscuido en la fiesta el comercio de la pornografía infantil, la prostitución y el tráfico de niños para que se tipificara en el código penal. Tuvo que haberse disparado la sensibilidad jurídica para que los amantes de los “efebos” desertaran las tribunas desde donde, bajo pretexto de libertad de expresión, osaban “hablar con valor” de su “pasión”, no del “adolescente” o “preadolescentes” como un objeto, sino como “sujeto que también desea”, como decían, no hace mucho tiempo, los partidarios de la pedofilia. Es muy probable que Frédéric Mitterrand, secretario de educación durante el gobierno francés de Nicolas Sarkozy, haya sido uno de los últimos hombres ilustres que se hayan atrevido a publicar su debilidad por los chicos menores como lo atestigua su libro Mala vida (Mauvaise vie). Con todo y el perfil bajo con el que escribe sus confesiones –el que impone el sufrimiento y la espera de la comprensión– tuvo que retirarse de los reflectores de la política en el medio de un escándalo mediático internacional.
Dentro de la militancia feminista, como la de la diversidad sexual, hay quienes conciben la libertad sexual como un bien regulado caprichosamente por los hombres. De esa mirada no puede surgir más que animosidad (y otros tonos que van de la aversión al odio) hacia los hombres. No es una percepción fortuita, la teoría la alimenta en buena medida.
Del concepto psicoanalítico de castración, por ejemplo, nacen las anatemas contra la autoridad. Porque, como lo sugiere la teoría, la autoridad, personificada en el padre, castra psicológicamente a los hijos, para que estos renuncian a sus aspiraciones incestuosas, inconscientes, de amor por la madre. Si el respeto a la autoridad se ha esfumado en buena parte, es porque, para decirlo rápido, estas ideas han encontrado terreno de aplicación. El ejemplo más patético de esto lo podemos ver en las escuelas. Aunque de patético no tiene nada a los ojos de las feministas más radicales. Porque, según esto, la autoridad se confunde con la figura genérica del hombre, que es sobre él que debe recaer la responsabilidad del saqueo material y espiritual que ha sufrido el mundo. Puesto que son los hombres que lo han gobernado a través de sistemas basados en la explotación del trabajo productivo y la dominación de las naciones pobres a través del comercio internacional. Para llegar a esta visión de la dominación, los teóricos del concepto de género tuvieron que exhumar del cementerio a Carlos Marx y las numerosas teorías que se generaron al calor de su influencia en el mundo. Porque es de la teoría de la lucha de clases, de la relación de poder abusivo de la burguesía sobre los obreros que viene la idea de la “dominación masculina”, para expresarlo con el título del best seller teórico, cabecera de la intelligentsia feminista.
Con la agravante de que ahora los hombres ya no razonan su relación con las mujeres y menos sus conflictos. La fobia los asecha. Lo cual significa que, como todas las fobias, las mujeres deberían inspirar en los hombres temor, angustia, deseos irreprimibles de suprimirlas. Pero parece ser que no hay consciencia en los hombres de ese mal. Porque aparece como una causal sólo en los casos de maltrato y violencia hacia las mujeres y las otras minorías sexuales. Se trata de un diagnóstico psicológico grave. Como todas las patologías, las odiosas misoginia y homofobia, deberían ser atendidas sino en el diván de un psicólogo, por lo menos en una clínica psiquiátrica. Stalin, mandaba a los hospitales de psiquiatría a sus opositores, por razonar como burgueses (como fifís, conservadores, en lenguaje del presidente actual de México). Pol Pot, los sometía a la “reeducación” en los campos de concentración. Mao Zedong optó por arrasar con la cultura tradicional china para cambiar la mentalidad. Ahora en México, ¡a la hora de la ambición por igualar a los países escandinavos, en materia de libertades sexuales!, se requiere más que nunca cambiar la mentalidad de un pueblo. Y más si este se caracteriza por ser uno de los más religiosos y conservadores del mundo (para la vergüenza de los intelectuales liberales y los políticos de la cuarta transformación, esa es la impresión que manda al mundo la basílica de Guadalupe, el santuario religioso más visitado del mundo, incluyendo la Meca).
Para normar, alinear los comportamientos conforme al ideal de la equidad de género, se ha empezado a emitir leyes con fundamento dudoso y perspectivas de aplicación entregadas, como en el caso de todas las leyes, al capricho de los responsables de administrar la justicia. A la militancia le correspondería distribuir las fobias, degradar de un plumazo a los refractarios: la homofobia, la misoginia y el sexismo, sin perder de vista los agravantes como la xenofobia y la islamofobia que aplica sólo para los hombres, heterosexuales y blancos de los países de inmigración.
La tipificación de feminicidio en el código penal, presupone, también la existencia de fobia, odio en el asesinato de las mujeres. En países como en el nuestro, en donde se ve sólo en las películas policiacas la investigación de los crímenes con apego a protocolos inspirados de la criminología, suele suceder, que por presiones, oportunismo o por apego sincero a la teoría de género, nuestros magistrados sentencian por feminicidio crímenes en donde el odio dista de figurar como el motivo primordial de la violencia. Claro que es el odio el que inspira un asesinato. Pero este viene siempre –salvo en los casos clínicos– después. El odio lejos de ser irracional, se funda en razonamientos motivados por algo, eso que en criminología llaman el primum mobile del crimen, eso que se debería aclarar y juzgar con conocimiento de causa.
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