Existe una tendencia muy extendida según la cual se justifica todo, con la idea de que “es que soy así”. Se exaltan la naturalidad y la espontaneidad como virtudes sublimes y, cada vez más, líderes sociales y políticos animan a convertir en derechos los deseos de cada cual.
¿Es sostenible esta manera de pensar y vivir? ¿Podemos convivir en paz y armonía si cada cual actúa según su carácter? Parece claro que no. Debe haber unos límites.
El objeto de esos límites no debe ser únicamente la convivencia pacífica, también es importante el crecimiento y la maduración de cada persona. Actuando según nos dicta el carácter, no somos libres, a menos que se piense que actuar con libertad es seguir los instintos y las tendencias. Idea por otra parte bastante extendida.
Y es que el carácter, como tantas cualidades de la persona, es educable. Es más, debe ser educado. Es obvio que llevamos impreso en nuestro ADN determinadas características. Pero lo propiamente humano es construir sobre ese humus, el temperamento, y no dejarse llevar por él.
No se nace generoso, ordenado, alegre, sincero, laborioso o respetuoso. Es cierto que para unas personas puede ser más fácil que para otras. Sin embargo, lo propio del ser humano es forjarse como persona. Primero, con la ayuda de los padres y el colegio; después, cada vez con mayor autonomía.
No tomar las riendas de la propia vida supone dejar que otros las tomen por nosotros. Forjar el carácter supone marcarse un rumbo en la vida, saber a dónde se quiere llegar.
Siempre existirá la lucha entre el apetecer y lo que se debe hacer; a veces coincidirán, pero otras no. La base para una vida equilibrada y madura es saber que no es más humano dejarse llevar, sino actuar con libertad. Que no es lo mismo aunque lo parezca.
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