En el año de 1988, poco antes de que Carlos Salinas de Gortari iniciara su gestión, en un documento redactado por Carlos Castillo Peraza y presentado por Luis H Álvarez, el PAN le manifestaba al entrante gobierno que, al no tener legitimidad de origen, le daría la oportunidad de legitimarse con actos de gobierno que trajeran beneficio al país, para lo cual, incluso, ofrecía una colaboración responsable. Era el inicio de un acuerdo entre el PAN y el PRI, explícito, donde el primero ratificaba su carácter de oposición leal, con lo cual ese partido estaría dispuesto a apoyar políticas o reformas legislativas que venía demandando desde su fundación, vinieren de donde vinieren, sin importar el gobierno que las encabezara. Eso se tradujo en hechos, pero también en imágenes simbólicas, como cuando los diputados del PRI iban a la curul de Diego Fernández de Ceballos a consultar la operación de las reformas en el pleno. Desde entonces, la izquierda llamó a eso “traición”, “concertacesión”, “acuerdos en lo oscurito” y otros calificativos, para justificar su “¡No!” a todo y siempre.
La verdad es que el PAN siguió dándole batallas electorales al PRI y no cedió en sus principios, hasta que en el año 2000 consiguió la presidencia de la República. Por motivos que algunos colaboradores han esbozado en “memorias” y confesiones privadas, el presidente Fox decidió no aniquilar al PRI, ni desmontar sus estructuras de poder en aras de mantener estabilidad política y económica. El PRI no correspondió con la misma lealtad, pues no aprobó ninguna de las reformas trascendentes que Fox impulsaba, ni la fiscal, donde negoció y traicionó lo ya pactado.
Las complicadas circunstancias de la elección del 2006 hicieron que este acuerdo explícito por parte del PAN se convirtiera en implícito y ambiguo por parte del PRI, pues al acercarse la votación y ver que el candidato priísta no era competitivo, algunos gobernadores del tricolor ofrecieron apoyar con “operación política” al candidato del PAN, con tal de evitar que López Obrador llegara al poder. Ahí nació el término usado por los frustrados “pejistas”, de “PRIAN”, para expresar que el PAN y el PRI eran lo mismo, solo con fachadas distintas para engañar al electorado. Esto se mostró claramente falso en diversas ocasiones, como cuando el PRI no apoyó las políticas y reformas importantes que el presidente Calderón promovió en el Congreso, ni atendió los ruegos de éste a sus gobernadores para que renovaran sus estructuras de seguridad pública y sanearan sus policías locales, o cuando se enfureció y chantajeó políticamente al gobierno al decidir el PAN aliarse con el PRD en elecciones estatales.
Según algunas fuentes (Álvaro Delgado, El amasiato, 2016), el acuerdo implícito y ambiguo volvió a resurgir en la elección del 2012, cuando en una presunta reunión el presidente Calderón y el candidato Peña Nieto acuerdan desmontar una campaña de spots que denunciaba los compromisos firmados y no cumplidos de Peña como gobernador. Esa campaña estaba golpeando con eficacia al priísta en las encuestas, pero no estaba beneficiando a la candidata del PAN, que cada vez caía más, sino a López Obrador que iba creciendo en la intención de voto.
Al iniciar el gobierno de Peña Nieto, el acuerdo explícito del PAN entró nuevamente en funcionamiento al surgir el “Pacto por México”, donde Acción Nacional apoyó con convicción y participó en la elaboración del plan de reformas constitucionales propuesto por el gobierno, ya que muchas de estas reformas constitucionales, habían sido promovidas y negociadas por los gobiernos panistas, pero sin obtener el apoyo del PRI. Como se ve, el acuerdo del PAN con el PRI era explícito desde 1988, y era en función de impulsar reformas legislativas y políticas que Acción Nacional veía como necesarias para el país. El acuerdo implícito surgió con el objetivo prioritario de evitar que López Obrador llegara a la presidencia y pudiera tomar medidas contra políticos y empresarios que le habían manifestado un activo rechazo al tabasqueño. El PRI entendió que este acuerdo implícito con el PAN tenía vuelo, porque concluyó, con base en la experiencia de dos sexenios, que los panistas no tomaban medidas enérgicas, ni jurídicas, ni políticas para perseguir sus escándalos de corrupción o para desmontar sus estructuras de poder, legales o ilegales.
El gran temor que está mostrando el actual gobierno y su partido es porque el presidente del PAN, Ricardo Anaya, ha roto lanzas con el régimen y de manera abierta está desconociendo el tradicional acuerdo, el explícito y el implícito, entre su partido y el PRI. Eso deja a la deriva a todo el priísmo, desde el Presidente hasta el más humilde burócrata militante del tricolor, ante un posible triunfo o de López Obrador, o del Frente Ciudadano por México (PAN-PRD-MC). Es decir, lo que antes significaba un 66% de posibilidades de seguir contando con los mismos privilegios, inmunidad y el mismo poder electoral, y sólo un 33% de verse desafiado, de pronto, ante la actitud de la dirigencia del PAN, la situación se ha volteado y las posibilidades de que el PRI vea realmente amenazadas sus estructuras de poder y su inmunidad ya son del 66%.
En la estrategia del PRI es prioritario eliminar al frente, personificado en Ricardo Anaya. Para luego dejar una elección de dos, entre el PRI y MORENA. Sabe que, como sucedió en el Estado de México, los sectores conservadores de las clases altas y medias, ante esa disyuntiva temen más a López Obrador. Por ello el PRI, además, les presentará un candidato con poco perfil priísta y posturas conservadoras, para arrebatar ese electorado al PAN. Los ataques hacia Anaya y el Frente continuarán y aumentarán de calibre. Pero, como se sabe, en política y en la vida en general, “lo que no te mata te fortalece”. Si el Frente y Anaya sobreviven a este embate, saldrán tan fortalecidos que descubrirán que el triunfo electoral y la presidencia de la República aparecerán a la vista, y a no lejana distancia.
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