Ser mujer, esposa, madre y ama de casa era visto de otra manera a la que hoy impera.
Una hermana mía y varias amigas pusimos en acto –sin aspiraciones sociológicas de relumbrón, pero con una activa preocupación por las mujeres que no habían tenido la oportunidad de una mejor instrucción— una escuela para empleadas domésticas en una casa alquilada, cercana a la nuestra, en una zona de clase media alta de una ciudad provinciana en donde las amas de casa podían permitirse tener mujeres jóvenes que les ayudaran en los trabajos del hogar.
Esto tuvo sus inicios al comienzo de los años sesenta cuando aún no prendía el feminismo desaforado. Ser mujer, esposa, madre y ama de casa era visto de otra manera a la que hoy impera. Era nuestra muy anhelada ilusión desde que siendo niñas jugábamos a las muñecas y teníamos la pequeña batería de cocina que nos había traído el Niño Dios en Navidad y aprendíamos a tejer para hacer chambritas a nuestros muñecos, viviendo historias imaginarias que se realizarían a su tiempo.
Desde luego entre la juventud femenina de entonces había universitarias, estudiantes de artes o idiomas, dueñas de boutiques de postín, secretarias, decoradoras e incluso una poeta que publicaba en un diario local. Si no seguían ejerciendo al casarse, era algo que se elegía voluntariamente sin victimismos, sin complejos o como una desventaja forzosa. Bastantes seguían compaginando su profesión con sus tareas en casa al cuidado de sus hijos, que no era sólo la parejita tan común en la actualidad.
Los Tabachines tan abundantes en la ciudad adornando en verano las calles con sus flores de carmín, fue el nombre de la escuela y pronto hubo respuesta del vecindario y otras colonias cercanas, con amigas y parientes, de modo que aquella antigua casa cobró vida y reunió el mundo de las señoras y de sus empleadas en un ambiente solidario y cordial.
Entre las patronas había jóvenes que apenas comenzaban a ejercer el arduo trabajo de dirigir su casa y otras que nos pasaban sin proponérselo, su larga experiencia en los papeles que desempeñaban desde su matrimonio.
Por algo se dice que una mujer es capaz de llevar las riendas de un país, pues las han llevado con profesionalidad desde tiempos inmemoriales con independencia de su condición socioeconómica. Desde un pobre jacal, hasta una hacienda o un palacio, con las diferentes circunstancias que ello implica, poniendo en juego ingenio, sacrificio, garbo, alegría y capacidad de intuición, que podemos condensar en amor a lo suyo y a los suyos.
Recuerdo muy bien a una de las que despuntaban por su sentido del humor y su peculiar modo de ver la realidad. Porque realista era. Su hablar estaba lleno de sentido común sin alardes, que sabía transmitir y diríamos: contagiar. Refiriéndose a las campesinas que llegaban a la ciudad para buscar trabajo y contribuir al mantenimiento de sus padres y hermanos, Minerva nos hacía comprender que procedían de otro ambiente y carecían de costumbres que suponían educación y aprendizaje. Tenía una frase redonda: no son tontas, son campesinas. Había que enseñarlas con paciencia y cariño, poniendo en práctica aquello que san Josemaría Escrivá solía decir para formar a los jóvenes, universitarios o no, que lo frecuentaban: “hacer hacer, dejar hacer y dar quehacer”. Era confiar y con realismo aceptar que era necesario el ejemplo, sin querer hacerlo todo uno mismo para que saliera bien. Pedagogía pura.
A la labor de Los Tabachines no sólo le incumbía la formación de aquellas jóvenes de rancho con clases de trabajo doméstico, alfabetización, reforzar su formación religiosa que traían bien arraigada, sino educar su parte humana en virtudes, buen tono y urbanidad, viendo no sólo lo inmediato, sino abriendo horizontes por si lo suyo era el matrimonio y la educación de sus hijos.
Aunque Minerva gozaba de una posición acomodada, era original su modo de hablar con un pequeño toque de antaño, como la canción de Chabuca Granda que tanto gusta en la voz de quien ahora guardamos en un rincón del alma: Fina Estampa. Al hablar de su esposo, decía “mi señor”. Ni Pedro, ni Juan, ni como fuera su nombre. Al casarse él se convirtió en su señor, pero ella también era “su señora”. Ni más, ni menos. Y en efecto, Minerva era una Señora con mayúscula, que sabía estar, que sabía ser y hacer felices a los demás. Ganando en calidad, en personalidad y en elegancia. Eso que ahora la tendencia al feísmo, al descuido, a la comodidad exagerada, hace a la mujer un desecho que ni conquista, ni manda, ni forma en el lugar más suyo.
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