Cada quién su fiesta: unos, el Halloween, muy ajeno a las tradiciones mexicanas. Otros, el mexicanísimo día de los muertos. Muchos: nada.
Tecleamos estas líneas un tanto necrófilas mientras es preparada en casa la ofrenda de cada año con sus flores amarillas y sus calaveritas de azúcar, por primera vez en la ciudad que aloja desde hace dos décadas el Museo de la Muerte dentro de un viejo y céntrico panteón, y donde el gobierno municipal ha organizado para este año 22 actividades que van desde concursos de catrinas hasta conferencias sobre tanatología.
Tiempo es, pues, de reflexionar sobre lo que muere, que es el cuerpo porque, aparte, desde tiempos de los egipcios faraónicos los humanos tenemos también un alma que nos trasciende y se refugia en la eternidad, o en el éter, que según Aristóteles sería “una substancia divina e indestructible” pero a final de cuentas es materia; es el quinto elemento de la ciencia antigua.
Así que, materialista el asunto, importa en estos párrafos reconocer cómo desde la más remota antigüedad los seres humanos han guardado respeto por la parte tangible, aunque ya sin vida, de sus seres apreciados. Ya antes del homo sapiens, que existió hace unos 200 mil años, hubo unos especímenes con el cerebro del tamaño de una naranja, que tenían prácticas funerarias.
A nuestros muertos se les despide y conmemora con homenajes y lamentos, con inhumación o incineración, con monumentos y ofrendas. O con su moneda bajo la lengua para pagarle a Caronte. Mientras por su lado los pragmáticos irreverentes proponen hacer composta con los cadáveres.
De acuerdo con los hallazgos arqueológicos, los cuerpos eran enterrados en ollas, nichos, cuevas y catacumbas; embalsamados y hasta sepultados con sus bienes, sus animales y sus esclavos en el caso de los poderosos y para ejemplo está Tutankamón; o dentro y fuera de los templos según fuera la cuota cuando fue constituida la Iglesia; y en panteones civiles después, o en rotondas cívicas.
Y hasta en cementerios exclusivos: usted habrá visto, así sea en fotos, el subsuelo de la Basílica de San Pedro, donde descasan las reliquias de ese apóstol y las de muchos de sus sucesores en el papado.
En México hubo homenajes a fragmentos tales como la pierna de López de Santa Anna, el brazo de Álvaro Obregón y el corazón de Aquiles Serdán. En otras ocasiones hemos mencionado que los jesuitas guardaron aparte un huesito del cráneo del sacerdote Miguel Agustín Pro.
Por voluntad propia, el corazón del ex presidente Anastasio Bustamante yace en la catedral junto a los restos de Iturbide, mientras que otro ex presidente, Miguel Barragán, pidió que su cadáver fuera repartido en diversos lugares del país.
La momia de fray Servando fue a parar a un circo italiano, y el cuerpo embalsamado de Tomás Mejía estuvo sentado en la sala de su casa porque su viuda no tenía para sepultarlo. A Pancho Villa le profanaron la cabeza lo mismo que al Borbón Enrique IV de Francia, y de Emiliano Zapata dicen que el muerto en Chinameca fue otro muy parecido a él.
¿Recuerdan el desfile que hubo en 2010 de urnas con presuntos huesos de héroes de la guerra de Independencia, pero que luego de estudiarlos dijeron que había hasta restos de animales en ellas?
El respeto al cuerpo de quienes ya partieron se da por igual entre seres comunes y gente famosa. Pero no siempre. Y para evitar ejemplos sombríos, baste con mencionar las tremendas ejecuciones entre bandas criminales y las que cometen los fanáticos de algún credo con sus víctimas.
Porque, aquí, lo que interesa destacar es que al parecer nos ocupamos mucho de la parte física y poco del alma, sea ésta lo que sea. Sepultamos o cremamos los restos, los depositamos en un lugar digno, lo visitamos pocas o muchas veces y, tal vez, como han hecho este tecleador y sus antepasados desde 1952, pagamos para que cuiden la tumba. (Concluirá).
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