La traición a su comunidad de cientos, miles de sacerdotes, no tiene justificación. El Evangelio es muy claro al respecto y no deja lugar a dudas: quien escandalizara a un menor mejor debiera colgarse una piedra al cuello y lanzarse al mar. La infamia es mayor cuando el escándalo proviene de una persona que debería ser modelo indiscutible de integridad y santidad.
Del 21 al 24 de febrero la Iglesia Católica vivirá uno de sus momentos quizá más difíciles, pero también más esperanzadores, ya que se llevará a cabo el encuentro entre el Papa Francisco y los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo para abordar el tema de los abusos a menores de edad.
No es la primera vez que el tema es abordado por los pastores de la Iglesia, sin embargo, quizá nunca como ahora se analizará de una manera tan profunda y universal como lo ha planteado el Papa Francisco.
El tema de los abusos sexuales al interior de la Iglesia ha representado un golpe profundo a millones de católicos que ven en sus pastores la representación de Jesús en la Tierra, sus enseñanzas y modelo de vida. La responsabilidad de obispos, sacerdotes y religiosos es enorme, y por ello la gravedad del daño ocasionado es tan grande y clama justicia al cielo.
La traición a su comunidad de cientos, miles de sacerdotes, no tiene justificación. El Evangelio es muy claro al respecto y no deja lugar a dudas: quién escandalizara a un menor mejor debiera colgarse una piedra al cuello y lanzarse al mar. La infamia es mayor cuando el escándalo proviene de una persona que debería ser modelo indiscutible de integridad y santidad.
Ahora bien, el objetivo de este señalamiento al problema del abuso sexual, por parte de diversos hombres de Iglesia no es hacer leña del árbol caído, pero sí un fuerte llamado de atención para que los obispos del mundo hagan suyas estas demandas y actúen en consecuencia.
En ese sentido no caben posturas hipócritas que en lugar de anteponer el bien de las víctimas y una auténtica reparación, en la medida de lo posible, del daño ocasionado, buscan atacar a una institución como la Iglesia y encuentran en el terrible acto de la pederastia la oportunidad del ataque malsano.
También es oportuno reconocer la valentía de las víctimas en su búsqueda de justicia. Durante muchos años ignoradas, pero que, a partir de su perseverancia y coraje para hacerse escuchar, que en medio de la tragedia remaron contracorriente ante una institución que en ciertos momentos no supo estar a la altura de la problemática. Víctimas que en gran medida son los verdaderos artífices de estos cambios determinantes para la Iglesia Católica, los cuales hoy se perfilan para ser una realidad.
No podemos dejar de mencionar que el grave problema de abuso sexual es ampliamente favorecido por una estructura poco transparente y muy encerrada en sí misma, jerárquicamente imposibilitada para visibilizar la problemática. Por tal motivo, vale la pena reconocer los pasos trascendentes marcados por el Papa Benedicto XVI y, ahora, guiados por el Papa Francisco para extirpar este cáncer que carcomía el interior de la Iglesia.
El trabajo no es sencillo, los retos son enormes, sin embargo, el encuentro entre el Papa y los presidentes de los episcopados en todo el mundo pueden ser esa gran oportunidad para la Iglesia. Toda purificación y sanación implica un proceso doloroso, pero del cual pueden surgir frutos invaluables para la Iglesia que peregrina en la Tierra.
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