El Sínodo de la Amazonía es una oportunidad para reflexionar y hacer conciencia de los desafíos que el entorno plantea a los creyentes.
Del 6 al 27 de octubre se celebra en Roma un sínodo sobre la Amazonía. El evento es de carácter religioso; se trata de un instrumento consultivo del papa para afrontar temas específicos y desafíos de la fe con espíritu de comunión colegial. Habría pasado desapercibido, de no ser por la novedad de poder abrir la puerta a la ordenación sacerdotal de hombres casados en la Iglesia latina (el rito litúrgico más difundido en la Iglesia Católica), y por la coyuntura ecológica actual, dados los recientes incendios en la selva amazónica y los dramáticos reclamos ambientalistas de Greta Thunberg en la ONU.
Indudablemente que la reflexión del Sínodo resultará enriquecedora para los católicos, para los cristianos en general y para los nueve países involucrados con el Amazonas. Es la ocasión de profundizar en la Teología de la Creación, en la línea de la encíclica Laudato Si de Francisco, así como en sus consecuencias pastorales y sociales. La responsabilidad y el cuidado de la creación, como forma de vivir la caridad con el prójimo, particularmente con las generaciones futuras, así como de alabar a Dios por sus dones, custodiándolos responsablemente. Se trata de vivir con fidelidad el encargo divino consignado en el Génesis, primer libro de la Biblia: “llenad la tierra y sometedla”; de llevar la creación a su plenitud, en la línea de lo que afirma san Pablo en la Epístola a los Romanos: “La creación entera gime y sufre dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios”.
A la oportunidad del Sínodo le corresponden desafíos no fáciles, más aún, esenciales. Es una cuestión de identidad. La Iglesia reunida colegialmente debe preguntarse: ¿Quién soy yo?, ¿qué soy yo?, ¿qué está en mis manos y qué no? Es decir, a veces podría dar la impresión de una cierta desubicación institucional, no porque el tema ecológico sea equivocado o no sea importante, sino porque quizá no es la Iglesia quien esté llamada a solucionarlo, ni lo pueda hacer, aunque quiera, ni sea la más capacitada para hacerlo.
Dado el tono del documento preparatorio -el menú de lo que ahí se está discutiendo-, se añaden una serie de dificultades relevantes. Por ejemplo, se puede confundir misión profética de la Iglesia -denunciar la injusticia- con activismo político. La línea divisoria es muy sutil. Profeta es el que “habla en nombre de Dios”, que bien puede querer llamarnos la atención por haber creado una estructura de pecado injusta, que fomenta la pobreza, la marginación y la explotación irracional de nuestra casa común; pero no es sencillo quedarse en ese límite sin pasar al activismo político, o confundir la misión de la Iglesia con la de una ONG ambientalista y social.
¿Qué induce a sospechar que se pueda caer en la tentación de confundir los fines? Puede ayudar un ejemplo sencillo: la diferencia entre “plato fuerte” y “guarnición”. Parece que el plato fuerte del Sínodo, dados los documentos, intervenciones y gestos tenidos hasta el momento, es la ecología y la denuncia “profética-política”, la lucha social por erradicar la pobreza. La apertura a la trascendencia, la predicación de la fe en Jesucristo casi parece un adorno o una excusa para introducir una agenda determinada.
El Sínodo incluye un “clásico teológico”: la inculturación del evangelio; el desafío de que cada pueblo vea la fe como propia, como parte de su identidad, sin caer en el sincretismo o el eclecticismo. Pareciera, por algunos gestos y declaraciones, que lo que se debe “inculturar” es el cristianismo, y no impregnarse la cultura amazónica del espíritu cristiano, que acoge e integra todo valor auténticamente humano, como lo es sin duda el custodiado por los pueblos amazónicos, cribándolo de elementos menos afortunados. Tal actitud parece esconder un “complejo occidental” que raya en auténtico “complejo cristiano”: sentimiento de culpa inconfesado, por el que se piensa que la evangelización en vez de liberar, se ha convertido en instrumento de dominio.
Cabe preguntarse entonces, si el Sínodo, desde su planteamiento original, está ofreciendo la medicina adecuada. Hace un tiempo, por ejemplo, quien fuera superior de una Provincia Franciscana en el Perú comentaba que todas sus vocaciones provenían de la selva, ninguna de la ciudad. El problema no es la religiosidad de la selva, pues son pueblos naturalmente religiosos; el problema es que en la sociedad occidental del confort hemos pedido el empuje misionero, la convicción de que vale la pena dedicar la vida a evangelizar, y el convencimiento del carácter liberador de la gracia y esclavizador del pecado. Por eso, en lugar de afrontar el problema, miramos a otro lado. La prueba está en que los evangélicos han crecido exponencialmente en la selva en muy poco tiempo, mientras que los católicos languidecemos. La respuesta del “ecumenismo” y “ordenar hombres casados”, quizá oculta el miedo a afrontar nuestra crisis de fe.
Quienes no hemos sido convocados al Sínodo podemos participar en él; en efecto, para quienes aún consideramos que la Iglesia tiene carácter sobrenatural, una forma directa de participación, a la que hemos sido invitados por el papa, es la oración. Recemos para que el Sínodo asesore bien a Francisco y sirva realmente a la difusión de la fe en Jesucristo en la Amazonía.
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