Beirut (AsiaNews) – Con la inauguración de la presidencia [de Donald] Trump, todos nosotros hemos experimentado un momento de “babel” de la sociedad estadounidense. Con el desarrollo de los medios de comunicación social pronto esto ocurrirá, en un futuro próximo, en todas las sociedades. Todos hablan al mismo tiempo, sin entenderse unos a otros. El presidente Trump, al firmar sus medidas, al menos podría haber consolado con palabras a aquellos que se verán perjudicados y desmoralizados por estas medidas que nos dejan consternados.
Esta es una cuestión de civilización, de cortesía, de saber vivir, podemos llamarla como queramos. Él podría haber dicho que se trataba “de una medida temporaria”. “Estamos evaluando –podría haber agregado– nuevos medios para comprobar que los inmigrantes, y nosotros somos un pueblo de inmigrantes, no vengan aquí para aterrorizarnos”. Pero no, en lugar de usar este abordaje dulce, él firmó un decreto igual que si hubiese dado un golpe a una pelota de ping-pong.
Los demás, aquellos que están o se han sentido ofendidos por esta medida, podrían haber tratado, ellos, de entender en lugar de quejarse en los periódicos, derramando sobre el nuevo presidente este río de venenos y maldades que caracterizan la hegemonía absoluta que los medios de comunicación ejercen sobre las personas. Tratar de entender, y de corregir lo necesario –como supo hacer la justicia–, en lugar de dar rienda libre a una animosidad repugnante, que hace mal, ante todo, a los estadounidenses mismos.
“Unidos vencemos, divididos, perdemos”. Se ha quebrado un engranaje. Esto es evidente. Este río de odio recuerda de cerca el estribillo de Bob Dylan “A hard rain’s gonna fall” (“Una lluvia tremenda caerá”), que Patti Smith cantó en Oslo a modo de consuelo para la familia real de Suecia, debido a la ausencia del autor [en el contexto de la ceremonia de entrega del Nobel de Literatura]. Según algunos, la lluvia anunciada, en esta canción de los años ’60, se trataría del holocausto nuclear. Y también puede ser equiparada con el desorden, el caos y la violencia.
En efecto, en la segunda mitad del siglo XX hemos rozado un conflicto nuclear en ocasión de la crisis misilística que opuso en dos bandos a los Estados Unidos y la Unión Soviética (1962). Se evitó una guerra de puro milagro. Pero el desorden mundial, el holocausto social, eso no fue impedido. Y esto puede ser visto a diario en los boletines informativos cotidianos.
Entender al otro significa organizar la sociedad de tal manera que el otro siempre tenga la ocasión de explicar por qué su opinión es distinta de la nuestra. En cambio, todos los días somos sumergidos en un torrente de odio, de desprecio, de vergüenza, de demonización de lo ajeno. Y cada país vuelca su parte de discurso de odio. En el Líbano está Hassan Nasrallah, que provee los discursos más virulentos, tomando como blanco a Israel y a Arabia Saudita.
En efecto, en el plano global, estamos asistiendo a un verdadero y auténtico apocalipsis, en el sentido propio de una “revelación” en relación a lo que Nicolas Berdiaev –y disculpen que cito a este filósofo cada vez que abro la boca– llamaba “las sanciones de la historia sobre la historia”, el colapso de un sistema. Tanto en Estados Unidos como en el Líbano, lo mismo que en Francia y en muchos otros lugares, hay algo que parece no estar funcionando más. La máquina se averió y ya no marcha. Y nadie sabe qué botón oprimir para reavivar el motor.
En el núcleo del caos imperante está la amenaza yihadista, que incumbe al mundo. Todo el planeta se ha precipitado en una “tercera guerra mundial” no declarada, y cuyos episodios están fragmentados. El Papa Francisco ha pensado en esto, y lo ha dicho en reiteradas oportunidades. La fórmula ha sido retomada recientemente por Donald Trump y, en el Líbano, por el presidente Michel Aoun. El Líbano y Estados Unidos, Francia y Alemania, y muchas otras naciones, aún siguen dedicados, en diferentes frentes, a la misma guerra apodada “asimétrica”, cuyos lugares son “estados de violencia” más que territorios bien definidos, con enfrentamientos clásicos por frentes, tal como ocurre hoy en Siria, Irak, Yemen, Afganistán, Mali, e incluso en muchas otras partes.
Si existen razones económicas que justifican la construcción de un muro entre Estados Unidos y México, no queda ninguna duda de que esta “guerra asimétrica” es la misma que ha llevado a Donald Trump a tomar las recientes medidas discriminatorias dirigidas a los migrantes provenientes de naciones de mayoría musulmana.
Ha de recordarse al presidente Trump, así como al presidente Aoun y a todos los dirigentes del mundo, que la respuesta a la gran amenaza yihadista, que ha hecho precipitar la crisis actual, no se limita a puestos de control de la policía, a la suspensión de visas, a la construcción de muros, ni a una guerra oculta contra las células terroristas durmientes. Esta respuesta también debe contemplar una dimensión humana y espiritual. Para retomar la situación entre manos, es necesario entender qué es lo que impulsa a los yihadistas a transformarse en bombas humanas. Frente a su aberración espiritual, es necesaria una respuesta espiritual, la referencia a una realidad espiritual.
Para muchos de los pensadores contemporáneos, la crisis global actual tiene raíces de tipo religioso. Ésta se refiere a la “muerte de Dios” anunciada por Nietzsche en el siglo XIX, es decir, a la desaparición de la pertinencia de la fe religiosa como modo de organizar la realidad y el espíritu; y aún más, al divorcio irreversible entre fe y razón, a la ruptura de los lazos fundamentales entre las dos esferas que deben permanecer autónomas, pero no independientes.
Sin embargo, desde los tiempos de Dostoievski e incluso antes de Kierkegaard, un Occidente capaz de reflexionar habría podido captar las señales reveladoras de este apocalipsis. El escritor ruso lo resumía en esta frase emblemática: “Si Dios ha muerto, todo es lícito”. Pero es sobre todo durante el siglo XX que este apocalipsis se ha mostrado en todo su esplendor.
El deseo de independencia de la razón en su relación con la fe ha sonado a campana fúnebre en prácticamente cualquier escala moral a favor del utilitarismo, y ha entregado al ser humano a los caprichos del mercado, a la única y exclusiva regla del provecho y de la comodidad. ¿Los precios caen? Destruyamos las cosechas. ¿Hay demasiada gente sobre la tierra? Destruyamos los fetos. ¿Hay demasiadas constricciones en las religiones? Gocemos sin ningún tipo de freno. Cualquiera sea la ciencia antropológica, sin la cual el ser humano no entendería quién es, no está en grado de percibir el conflicto espiritual que se combate, como tampoco el premio que está en juego: la destrucción, la erradicación de la mística, el oscurantismo.
En el Líbano, después de Emmanuel Macron, vemos desembarcar a Marine Le Pen. La líder del Frente Nacional se mueve de una zona donde se libra furiosamente la “guerra asimétrica”, a otra. En Francia, la guerra ha segado víctimas en Niza, Reims, Lyon, París. En nuestro caso, los últimos muertos se han registrado en el contexto de un ataque a un local nocturno en Estambul (en Turquía, la noche de Fin de Año). Esperemos que la candidata en las elecciones presidenciales francesas no cometa el error común de tener un discurso “identitario”, y que se dirija a los “cristianos de Oriente”. En este caso, será necesario responderle de la misma forma que hicimos con Trump, que quería darles prioridad en cuanto concierne a la inmigración: “¡No, gracias! ¡Dios piensa en nosotros!”
Digamos que no, porque esto sería unirse al “dar al harb”, al campo de batalla. Significaría alimentar la discriminación y el extremismo. La verdadera fuerza del Líbano, por la cual hemos pagado caro el derecho de poder afirmarlo, no es el extremismo, sino la moderación, la apertura al otro, al diálogo. Es mediante la moderación, y no con el uso de drones, que se podrá vencer la tercera guerra mundial.
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