Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria, gobernó como Emperador de México de 1864 a 1867 durante el llamado Segundo Imperio Mexicano. Llegó al trono por invitación de conservadores mexicanos y con el respaldo del emperador francés Napoleón III, en un periodo convulso marcado por la Intervención Francesa. Su reinado, aunque efímero, estuvo lleno de contrastes: promulgó leyes de corte liberal que le granjearon enemigos entre sus antiguos aliados, a la par que enfrentaba una tenaz resistencia republicana liderada por Benito Juárez. Finalmente, fue derrocado y fusilado en Querétaro, en un desenlace trágico que ha sido ampliamente documentado y debatido por historiadores.
Contexto internacional y llegada al poder
El ascenso de Maximiliano estuvo directamente ligado a la Intervención Francesa en México. En 1861, ante la moratoria en el pago de la deuda externa decretada por el presidente Benito Juárez, las potencias de Francia, Reino Unido y España invadieron Veracruz para reclamar sus créditos. Reino Unido y España se retiraron tras negociaciones, pero Napoleón III, emperador de Francia, vio en México la oportunidad de establecer una monarquía aliada en América, aprovechando que Estados Unidos estaba inmerso en su Guerra de Secesión
Con apoyo militar francés, los conservadores mexicanos (opuestos al gobierno liberal juarista) formaron una Junta de Notables que declaró la monarquía en 1863 y ofreció la corona a Maximiliano de Habsburgo
Maximiliano, hermano menor del emperador austriaco Francisco José I, al principio dudó en aceptar la corona. Exigió como condición un plebiscito en México y garantías de apoyo financiero y militar. Tras negociaciones, firmó con Napoleón III el Tratado de Miramar el 10 de abril de 1864, asegurando la presencia temporal de tropas francesas y ayuda económica para el nuevo Imperio. Además, renunció a sus derechos de sucesión sobre Austria para asumir el trono mexicano, conforme al pacto firmado con su hermano Francisco José. Así, Maximiliano aceptó formalmente la corona de México el 10 de abril de 1864.
Respaldado por Francia y promulgado emperador por la asamblea monárquica, Maximiliano zarpó hacia su nuevo reino junto a su esposa, la emperatriz Carlota de Bélgica. Arribó al puerto de Veracruz el 28 de mayo de 1864, a bordo de la fragata Novara. La llegada no estuvo exenta de contratiempos: debido a una epidemia de fiebre amarilla, desembarcaron de madrugada y atravesaron Veracruz sin ceremonias, lo que provocó frialdad entre la población local. No obstante, en el camino hacia la capital recibieron muestras de apoyo en ciudades como Córdoba y Puebla, donde fueron aclamados con celebraciones y vítores. El 12 de junio de 1864 hicieron su entrada oficial en la Ciudad de México, donde se les ofreció un Te Deum en la Catedral Metropolitana y festejos fastuosos en su honor
En su arribo, Maximiliano buscó ganarse la legitimidad proclamando un mensaje conciliador al pueblo mexicano. Desde la cubierta de su buque lanzó un manifiesto al pueblo en el que aseguró: “¡Mexicanos! ¡Vosotros me habéis deseado! ¡Vuestra noble Nación, por una mayoría espontánea, me ha designado para velar… sobre vuestros destinos! … Os ofrezco una voluntad sincera, lealtad y… firme intención para respetar vuestras leyes y hacerlas respetar… Unámonos…; olvidemos las sombras pasadas; sepultemos el odio de los partidos y la aurora de la paz… renacerá radiante sobre el nuevo Imperio”. Con este llamado a la unidad nacional, Maximiliano pretendía presentarse no como un impositor extranjero, sino como un monarca deseado por la mayoría y dispuesto a respetar la legalidad mexicana.
El gobierno imperial: políticas internas y conflictos
Instalado en México, Maximiliano estableció su corte en el Castillo de Chapultepec (rebautizado entonces como Palacio Imperial). Ordenó embellecer la capital con proyectos urbanísticos, como la apertura del Paseo de la Emperatriz (actual Paseo de la Reforma) que conectaba Chapultepec con el centro. Sin embargo, más trascendentes fueron las medidas gubernamentales que tomó durante su efímero imperio. Paradójicamente, el emperador llegó con el apoyo del partido conservador, pero su orientación ideológica era liberal, influida por las ideas progresistas europeas de la época
Maximiliano sorprendió a sus propios patrocinadores adoptando muchas de las Leyes de Reforma que los conservadores habían combatido. Ratificó la desamortización de los bienes del clero (es decir, mantuvo la nacionalización de las propiedades de la Iglesia católica) y confirmó la libertad de culto en el Imperio, en línea con los principios liberales. Incluso, en un gesto de reconciliación, llegó a invitar al presidente Juárez a unirse a su gobierno como Ministro de Justicia –oferta que Juárez rechazó– e incorporó a liberales moderados en su gabinete. Estas acciones pronto le granjearon la animadversión de quienes lo habían llevado al poder: la jerarquía católica y los conservadores radicales. De hecho, el propio papa Pío IX, disgustado porque Maximiliano no restituyó los fueros ni los bienes eclesiásticos, llegó a calificarlo como “un peligroso liberal”
Las relaciones entre el Imperio y la Santa Sede fueron tensas: en abril de 1864, durante una audiencia privada en Roma, Maximiliano antepuso los intereses de México a las demandas papales de devolver las propiedades eclesiásticas, solicitando al pontífice que enviara a México “un buen nuncio con principios razonables”; el Papa no cedió y la brecha entre ambos se ahondó
A pesar de la oposición de los ultramontanos, Maximiliano promulgó una amplia agenda de leyes liberales y reformas internas orientadas a la modernización del país. Muchas de estas quedaron plasmadas en el Estatuto Provisional del Imperio, decretado el 10 de abril de 1865, que enumeró garantías individuales e inició reformas sociales
. Entre las principales políticas internas y decretos de su gobierno destacan:
- Garantías legales y derechos civiles: Se consagró la igualdad ante la ley, la seguridad personal y la libertad de prensa y opinión para todos los habitantes del Imperio. También se adoptó el habeas corpus en la justicia imperial, protegiendo a los ciudadanos de detenciones arbitrarias
- Abolición de castigos corporales y servidumbre: Un decreto de libertad de trabajo eliminó la servidumbre por deudas que ataba a los peones indígenas a las haciendas. Se declaró libres a los trabajadores rurales endeudados y se prohibieron los castigos físicos (prisión, cepo, azotes) en las fincas agrícolas. Estas medidas buscaban mejorar las condiciones de las clases humildes.
- Reforma agraria moderada: La Ley del 1 de noviembre de 1865 creó tribunales especiales para resolver disputas de tierras y aguas entre pueblos. Posteriormente, la Ley del 26 de julio de 1866 ordenó repartir las tierras comunales de los pueblos indígenas en parcelas individuales, dando preferencia a los pobres y familias numerosas, con adjudicación gratuita de pequeños lotes a cada familia. Aunque promovía la propiedad privada (ideal liberal), esta reforma intentó respetar tradiciones locales y proteger a los campesinos.
- Educación y cultura: Fundó la Academia Imperial de Ciencias y Literatura para fomentar las artes y las ciencias. No todo fue aplaudido: una ley de educación pública que eliminaba la gratuidad escolar fue muy criticada por la población. Asimismo, decretó en 1864 la conservación de documentos históricos, muestra de su interés por la memoria nacional
- Administración pública y economía: Reorganizó el gobierno creando ministerios y reorganizando el territorio en departamentos para una administración más eficiente. Implantó un Periódico Oficial del Imperio y reformó la administración de justicia con nuevos códigos y tribunales. También impulsó la creación de un Banco de México como banco emisor y promovió leyes de inmigración para atraer colonos extranjeros. Incluso inició la elaboración de un Código Civil, logrando promulgar sus primeros libros antes de su caída.
Estas políticas muestran a un monarca decidido a conciliar el ideario monárquico con principios liberales modernos, lo cual era inusual para la época. Sin embargo, tal progresismo dejó a Maximiliano en una posición precaria: aislado de la Iglesia y de los conservadores que inicialmente lo apoyaron, mientras los liberales republicanos nunca dejaron de considerarlo un usurpador foráneo. Como señalaría la historiadora Erika Pani, tradicionalmente se ha pensado que “el país entero rechazó a este archiduque de los Habsburgo”, pero el hecho de que el Imperio durara varios años sugiere que “necesariamente tenía que haber… ayuda y patrocinio local”, evidenciado en “las tumultuosas recepciones… a la pareja imperial; las numerosas actas de adhesión al Imperio; y la participación de muchos liberales moderados en el gobierno de Maximiliano”
Es decir, hubo sectores de la sociedad mexicana –notablemente la aristocracia conservadora e incluso algunos liberales tibios– que vieron en Maximiliano la esperanza de estabilidad, respaldándolo a pesar de sus diferencias ideológicas.
Mientras Maximiliano intentaba consolidar su régimen, la guerra contra la República continuaba. Juárez nunca reconoció al Imperio y, refugiado primero en el norte del país (Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez), organizó la resistencia republicana. Guerrillas leales a la República operaban en diversas regiones. Al principio, Maximiliano fue indulgente y concedió múltiples indultos a combatientes capturados, buscando atraer a los “hombres honrados” al nuevo orden
No obstante, conforme avanzaba 1865 sin que cesara la insurgencia, su postura se endureció. El emperador llegó a afirmar que “de hoy en adelante la lucha sólo será entre los hombres honrados de la Nación y las gavillas de criminales… Cesa ya la indulgencia… El gobierno… será desde hoy inflexible para el castigo”, invocando “los fueros de la civilización, los derechos de la humanidad y las exigencias de la moral” para justificar mano dura
Así, Maximiliano promulgó el polémico decreto del 3 de octubre de 1865, conocido como el “Decreto Negro”. En este edicto se declaraba fuera de la ley a todos los guerrilleros y partisanos republicanos: “Todos los que pertenecieron a bandas o reuniones armadas que no estén legalmente autorizadas… serán juzgados militarmente … y… condenados a la pena capital que se ejecutará dentro de las primeras 24 horas después de pronunciada la sentencia”
En síntesis, cualquier combatiente capturado que no fuera parte de un ejército regular sería fusilado en el plazo de un día. Esta severa medida –que buscaba aterrorizar a los insurgentes– llevó al fusilamiento de numerosos republicanos, pero también selló la suerte de Maximiliano: más tarde, cuando él mismo cayera prisionero, los juaristas aplicarían un castigo similar al que él decretó.
La caída del Imperio: Carlota, Querétaro y el fin trágico
A mediados de 1866, la situación del Imperio de Maximiliano se volvió insostenible. Varias circunstancias internacionales conspiraron en su contra. La Guerra de Secesión en Estados Unidos terminó en 1865, y el gobierno estadounidense de inmediato exigió a Napoleón III retirar sus tropas de México en respeto a la Doctrina Monroe. Ante la presión diplomática –e incluso el riesgo de un conflicto con los victoriosos Estados Unidos– Napoleón III decidió retirar gradualmente el ejército francés que sostenía a Maximiliano. Para el primer trimestre de 1867, la mayor parte de las fuerzas francesas habían abandonado suelo mexicano, dejando al emperador con solo tropas mexicanas leales y algunos voluntarios europeos.
Simultáneamente, el apoyo europeo se desvanecía. El propio hermano de Maximiliano, el emperador Francisco José de Austria, tras sufrir serias derrotas en Europa (como la batalla de Sadowa contra Prusia), perdió interés en la aventura mexicana y llamó a sus oficiales de vuelta. Carlota, viendo el peligro, tomó la iniciativa desesperada de viajar a Europa para salvar el Imperio. El 9 de julio de 1866 zarpó de México rumbo a Francia, con la misión de convencer a Napoleón III de que revirtiera el retiro de tropas
En París, sin embargo, Napoleón III le negó más apoyo; el proyecto imperial estaba sentenciado. Carlota sufrió una crisis nerviosa tras esta negativa, pero aún así viajó a Roma para implorar ayuda al Papa Pío IX. Fue en el Vaticano donde sus facultades mentales colapsaron por completo: la joven emperatriz, aislada y angustiada, mostró síntomas de trastorno mental agudo. Se dice que llegaba a probar la comida del Papa temiendo ser envenenada, signo de su paranoia creciente. Para octubre de 1866, Carlota fue confinada en un palacio de Trieste bajo cuidado médico, fuera de la realidad
Maximiliano recibió noticias del colapso de Carlota y comprendió que no regresaría; jamás volvería a ver a su esposa, quien viviría enajenada hasta 1927. Este golpe personal, sumado al abandono francés, dejó al emperador prácticamente solo.
Frente al panorama sombrío, Maximiliano consideró abdicar y marcharse de México. En octubre de 1866 llegó a preparar su partida: ordenó tener lista en Veracruz una corbeta austriaca (Dandolo) para embarcarse con su séquito de regreso a Europa
Sus consejeros estaban divididos: algunos amigos le aconsejaban renunciar y salvar la vida, mientras otros –especialmente sus generales conservadores y el clero monarquista– le suplicaban que se mantuviera firme. Maximiliano vaciló. Su orgullo dinástico y sentido del deber terminaron prevaleciendo, alimentados también por presiones familiares: su propia madre, la archiduquesa Sofía de Baviera, le escribió desde Europa advirtiéndole que “un Habsburgo nunca abdica, bajo ninguna circunstancia”. Ante esa máxima familiar, Maximiliano desistió de abdicar públicamente. A finales de 1866, enfermo y abatido pero determinado a no huir, decidió luchar hasta el final en México.
En los primeros meses de 1867, las fuerzas republicanas de Benito Juárez, comandadas por hábiles generales como Mariano Escobedo, Ramón Corona y Porfirio Díaz, avanzaban victoriosas por el país recuperando plazas importantes. Maximiliano, que había dejado la capital ante la presión militar, concentró sus tropas leales en la ciudad de Querétaro, estratégicamente situada en el centro del país y con fuerte sentimiento imperial entre sus habitantes. El 13 de febrero de 1867 salió de la Ciudad de México hacia Querétaro junto a sus generales Miguel Miramón (ex presidente conservador) y Tomás Mejía, dispuesto a resistir allí el embate final Llegó a Querétaro el 19 de febrero y pronto la ciudad fue sitiada por el ejército republicano de Escobedo. Comenzó así el sitio de Querétaro, que se prolongó durante abril y mayo en medio de combates, hambre y creciente desesperación.
A pesar de la tenacidad de los defensores imperialistas, la situación era crítica. El propio Maximiliano asumió nominalmente el mando en la ciudad sitiada y dirigió algunos contraataques. El 17 de marzo de 1867 ordenó una salida militar que fracasó debido a la falta de coordinación entre sus comandantes (se habla de desacuerdos entre Miramón y el general Márquez)
. A medida que se agotaban las municiones y víveres, hubo intentos de fuga. En la noche del 14 al 15 de mayo de 1867, cuando la resistencia se hacía insostenible, un coronel imperial (Miguel López) cometió traición: abrió una puerta de la ciudad y permitió el ingreso sorpresa de las tropas enemigas. Al amanecer del 15 de mayo, Querétaro estaba prácticamente en manos republicanas. Maximiliano fue capturado ese mismo día, mientras se encontraba en el Cerro de las Campanas intentando reorganizar a sus hombres. Junto a él se rindieron Miramón y Mejía. La noticia corrió rápidamente: el “emperador” estaba preso y con ello el Imperio de facto había caído.
Escobedo puso a Maximiliano bajo custodia en el convento de la Cruz, en Querétaro, mientras se decidía su destino. Muchos esperaban que su vida fuese perdonada por Juárez, dado que era miembro de la realeza europea. De hecho, hubo presión internacional: monarcas como Napoleón III, la reina Victoria del Reino Unido, y personalidades (Víctor Hugo, Garibaldi) enviaron cartas a Juárez solicitando clemencia. Sin embargo, el sentimiento en México, entre los liberales vencedores, era que se debía aplicar justicia estricta por los sufrimientos causados durante la intervención. Juárez, firme en sus convicciones republicanas, decidió proceder conforme a la ley mexicana vigente contra los traidores a la patria (una ley de enero de 1862 establecía pena de muerte para quienes atentaran contra la independencia nacional). Se conformó un Consejo de Guerra especial en Querétaro para juzgar a Maximiliano y a sus dos generales. Tras un breve proceso marcial, el archiduque austriaco fue declarado culpable de usurpación del poder y delitos contra la nación.
Pese a algunas voces moderadas que pedían piedad (como el ministro liberal Sebastián Lerdo de Tejada que temía la reacción internacional), Juárez no conmutó la sentencia. En un manifiesto justificativo publicado poco después, Benito Juárez explicó que ordenar la ejecución de Maximiliano era necesario para “demostrar al mundo que ninguna casa imperial podía acabar con la soberanía nacional”, y que cualquier intento futuro de someter a México se enfrentaría con consecuencias igualmente firmes. Era, según Juárez, una lección histórica para proteger la independencia y el orden republicano. En palabras del propio Juárez en ese documento: “se ha afligido al extranjero que nos oprimía y ultrajaba lleno de soberbia… [Dios] hiere y mata a los que intentan acabar con la soberanía [de nuestra patria]…”
Con la sentencia dictada, Maximiliano de Habsburgo fue fusilado la mañana del 19 de junio de 1867, en el Cerro de las Campanas, Querétaro. Lo acompañaron en la ejecución Miguel Miramón y Tomás Mejía, también condenados a muerte. Previo al fusilamiento, Maximiliano –que había pedido no ser vendado o que al menos le quitaran la venda antes de morir– pronunció unas últimas palabras destinadas a la posteridad. Con serenidad, exclamó en español: “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México! ¡Viva la Independencia!”. Este emotivo mensaje, en el que paradójicamente se declaraba mártir de la independencia mexicana, reflejó su anhelo de ser recordado con honor por el pueblo que intentó gobernar. Acto seguido, sonó la descarga. Los testigos relatan que Maximiliano cayó, pero no murió al instante; el jefe del pelotón indicó a un soldado que rematara el tiro en el corazón
Así se extinguió la vida del efímero emperador. Sus restos, tras ser embalsamados torpemente en México, fueron entregados un tiempo después a Austria, donde recibieron sepultura en la Cripta Imperial de Viena. Con su muerte, el Segundo Imperio Mexicano llegó oficialmente a su fin, y Juárez entró triunfante a la Ciudad de México el 15 de julio de 1867 para restaurar la República.
Legado e interpretación histórica
La dramática aventura de Maximiliano en México dejó una estela profunda en la historia nacional y en la memoria colectiva. Su figura ha sido objeto de visiones contrapuestas: para los liberales mexicanos del siglo XIX y buena parte de la historiografía tradicional, Maximiliano fue un usurpador extranjero impuesto por bayonetas europeas, cuyo fusilamiento estuvo justificado por la defensa de la soberanía. En cambio, sectores monárquicos y algunos comentaristas posteriores lo retrataron con simpatía como un príncipe idealista y trágico, víctima de intrigas y circunstancias adversas. Esta dualidad generó mitos y narraciones populares: desde la leyenda de un emperador bondadoso que amaba México, hasta la de un ingenuo engañado por Napoleón III. Con el tiempo, la historiografía moderna ha tendido a matizar estos juicios.
Historiadores mexicanos contemporáneos han reexaminado el proyecto de nación de Maximiliano más allá de los prejuicios. Obras académicas –como las de Erika Pani (El Colegio de México) y Guadalupe Jiménez Codinach, entre otros– destacan que Maximiliano intentó implementar en México un Estado moderno, liberal y eficiente, en muchos aspectos alineado con las aspiraciones de los propios liberales mexicanos (salvo por el hecho crucial de ser una monarquía extranjera). Se subraya que su gobierno promulgó leyes avanzadas para la época y que contó con el apoyo de no pocos mexicanos, desafiando la idea de un rechazo unánime. Por ejemplo, Pani documenta que importantes miembros de la élite local, e incluso antiguos liberales moderados, colaboraron con el Imperio, lo cual explica que pudiera sostenerse durante tres años a pesar de la guerra constante. Por otro lado, su fracaso evidenció la fortaleza del sentimiento republicano en México: la mayoría del pueblo no estaba dispuesta a regresar a una monarquía ni a aceptar la tutela de potencias extranjeras.
En el imaginario popular, Maximiliano y Carlota han inspirado innumerables obras literarias, artísticas y reflexiones históricas. La tragicidad de su destino (un archiduque que cambia su vida palaciega por un trono exótico y acaba fusilado en una colina lejana, y una princesa que pierde la razón) ha sido tema de novelas, como Noticias del Imperio de Fernando del Paso, y de estudios psicológicos sobre el poder. Asimismo, su ejecución envió un mensaje que resonó internacionalmente: México afirmaba con sangre su derecho a la autodeterminación, poniendo fin al último intento de instaurar una monarquía en América con apoyo europeo.
En conclusión, Maximiliano I de México representa uno de los episodios más singulares y debatidos de la historia mexicana. Durante su breve reinado promulgó políticas progresistas y mostró afecto genuino por México –aprendiendo español, vistiendo trajes charros, recorriendo pueblos–, pero su reinado nació viciado por la intervención extranjera y careció de una base de apoyo popular lo suficientemente amplia. Su caída violenta marcó el triunfo definitivo de la República y de los ideales juaristas. Como él mismo presintió en sus últimas palabras, su sangre selló el fin de una era. A más de 150 años de distancia, los documentos de la época (cartas, decretos, manifiestos) y los análisis de académicos mexicanos permiten comprender con mayor claridad las luces y sombras de aquel efímero emperador que soñó con unir dos mundos. La historia de Maximiliano en México perdura como recordatorio de la pugna entre monarquía e institución republicana en Latinoamérica, de las influencias internacionales en la política regional, y de cómo la voluntad de un pueblo puede imponerse sobre los designios imperiales
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Fuentes: Documentos originales de la época (correspondencia de Maximiliano, decretos imperiales, manifiestos de Benito Juárez) y obras de historiadores mexicanos como Erika Pani, Guadalupe Jiménez Codinach, Ricardo Méndez Silva, entre otros, así como archivos del Instituto Nacional de Estudios Históricos e INEHRM, y la Memoria Política de México. Las citas presentadas provienen de dichas fuentes históricas y académicas, reflejando fielmente los testimonios y análisis sobre Maximiliano como emperador de México.
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