Cada 12 de diciembre, México se llena de danzas, peregrinaciones y oraciones dirigidas a la Virgen de Guadalupe. Pero pocos recuerdan que no se trata solo de una devoción popular, sino del aniversario de un juramento solemne: en 1737, autoridades eclesiásticas y civiles consagraron a Santa María de Guadalupe como Patrona de la Ciudad de México, un acto que unía religiosamente al pueblo y políticamente al territorio bajo el manto de la madre común.
Hoy, ese juramento resuena como un eco incómodo frente a la fragmentación social, la violencia y la falta de gobernantes que promuevan la unidad, la verdad y el bien común. ¿Qué implicó ese pacto en 1737? ¿Y qué responsabilidad nos deja como sociedad hoy?
Contexto histórico: un México que buscaba esperanza
La ciudad de México, en plena expansión durante el siglo XVIII, necesitaba anclas espirituales y referentes de identidad. En medio de epidemias, divisiones sociales y tensiones entre castas, la figura de la Virgen del Tepeyac se erigía ya como un punto de convergencia.
La aparición de la Virgen a Juan Diego en 1531 había generado una devoción masiva entre indígenas, criollos y mestizos. Casi dos siglos después, en 1737, las autoridades reconocieron su papel unificador y decidieron consagrar oficialmente a Santa María de Guadalupe como Patrona, no solo del alma, sino también de la ciudad.
Significado del juramento: una alianza civil y espiritual
El acto de juramento no fue una mera expresión religiosa. Fue un pacto simbólico y político que implicó a todos los niveles de la sociedad. Eclesiásticos y autoridades civiles firmaron el compromiso de proteger a México bajo el amparo guadalupano.
“La Virgen no es propiedad de un grupo, es madre de todos”, recuerda el historiador Rodrigo Martínez Baracs. “Su imagen logró lo que ni las leyes ni las armas: unidad”.
Desde entonces, el rostro moreno y maternal de Guadalupe se convirtió en emblema de paz y reconciliación en medio de las diferencias raciales, sociales y económicas que marcaron la historia colonial y posterior independencia de México.
Celebración que une, mensaje que interpela
Cada 12 de diciembre, millones de personas caminan hacia la Basílica de Guadalupe. La fe mueve corazones, el canto de “La Guadalupana” se vuelve clamor colectivo. Pero más allá de la religiosidad popular, la fecha conmemora un acto de unidad nacional.
Además de las peregrinaciones, muchas instituciones realizan actos cívicos que invocan los valores de la Virgen: la compasión, la justicia, la inclusión, la paz. Valores que, en tiempos como los actuales, brillan por su ausencia en los discursos y decisiones del poder político.
Un símbolo de cohesión en un México dividido
En un país donde la polarización ideológica, la desconfianza en las instituciones y la inseguridad han debilitado el tejido social, la Virgen de Guadalupe sigue siendo el único punto de coincidencia nacional.
Desde comunidades rurales hasta colonias populares y élites académicas, su imagen convoca respeto. Su poder simbólico une lo que la política divide. Pero también interpela: ¿estamos cumpliendo hoy ese juramento de 1737? ¿O lo hemos relegado al folclor?
Testimonio: la Guadalupana en medio de la violencia
“Yo perdí a mi hijo por la violencia en Michoacán. Desde entonces, solo encuentro consuelo en ella”, dice doña Lidia, una madre buscadora. “No le pido milagros, le pido fuerza. Y que nos devuelva a un México donde nuestros hijos no mueran por la impunidad”.
Su historia es la de miles. En un país con más de 100 mil desaparecidos, la Virgen del Tepeyac ha sido también símbolo de consuelo para las víctimas. Pero ese consuelo, por sí solo, no basta. Se necesita que quienes gobiernan escuchen también el clamor de las madres y no solo el aplauso electoral.
Llamado urgente: retomar el espíritu del juramento
En tiempos donde el liderazgo político parece más interesado en consolidar poder que en promover reconciliación, el juramento de 1737 se convierte en un llamado urgente. No solo a los fieles, sino a quienes ocupan cargos de gobierno.
El país necesita referentes comunes, acuerdos profundos, una visión que abrace al diferente y que no divida con etiquetas. Necesita gobernantes que se inspiren no en ideologías polarizantes, sino en principios de unidad, verdad y bien común, como lo promovía aquel pacto guadalupano.
Conclusión: Guadalupe sigue esperando nuestra respuesta
En 1737, autoridades civiles y eclesiásticas unieron sus manos y su palabra para reconocer a la Virgen de Guadalupe como patrona de una ciudad herida, pero esperanzada. Hoy, a casi tres siglos, esa misma ciudad –y ese mismo país– están nuevamente heridos, pero la esperanza no ha muerto.
La Virgen del Tepeyac no es solo un símbolo religioso: es una invitación permanente a construir comunidad. A mirar al otro como hermano, no como enemigo. A gobernar no con cálculo, sino con compasión. A unir, no a dividir.
Mientras miles caminen hacia la Basílica, el verdadero homenaje a Guadalupe no será solo cantarle, sino vivir su mensaje. Porque si ella es madre de todos, México necesita volver a ser familia.
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