Trump y la doble jugada: polarización interna y estrategia global

La política estadounidense se ha convertido en un campo de batalla donde las narrativas internas y las estrategias geopolíticas avanzan en paralelo, aunque no siempre de manera coordinada. Donald Trump, con su regreso al protagonismo político, encarna esta doble jugada en la que la polarización mediática refuerza su base electoral, mientras que su visión geopolítica busca reposicionar a Estados Unidos en un mundo multipolar en transformación.

En el frente interno, Trump ha construido su discurso sobre una narrativa de victimización y enfrentamiento. Su reciente postura ante el sistema judicial, los medios y el establishment político refuerzan el relato de una persecución que busca silenciar a la voz del “verdadero pueblo estadounidense”. Su retórica, lejos de ser improvisada, responde a una estrategia que busca mantener movilizada a su base, alimentando una polarización extrema que condiciona la estabilidad democrática de EUA. Más allá de sus argumentos, lo cierto es que el fenómeno Trump ha llevado a la sociedad estadounidense a un punto de tensión donde las instituciones son vistas por una parte del electorado como instrumentos de una élite hostil, mientras que la otra mitad del país lo percibe como una amenaza para la república.

Sin embargo, mientras este drama se desarrolla a nivel doméstico, hay otra dimensión menos visible, pero no menos importante: la geopolítica. Trump ha sido claro en su postura aislacionista en términos de compromisos internacionales tradicionales, como el apoyo incondicional a Ucrania o la política de contención frente a China. Su visión de “America First” no es solo un lema de campaña; es una reconfiguración del orden global donde EE.UU. reduce su rol de garante del statu quo internacional y busca priorizar una estrategia más transaccional en sus alianzas.

En este marco, su reciente declaración de que, en caso de volver a la presidencia, reconsideraría el apoyo a la OTAN si los países europeos no cumplen con sus compromisos financieros, no es solo un mensaje electoralista. Refleja un giro en la doctrina de seguridad estadounidense que podría dejar a Europa en una posición de mayor vulnerabilidad ante Rusia, al tiempo que fortalece la idea de un mundo donde las alianzas ya no se sostienen por principios, sino por intereses económicos directos.

El punto clave es que ambas estrategias –la polarización interna y la reconfiguración geopolítica– no siempre están alineadas. Mientras el discurso interno de Trump depende de la confrontación y la radicalización, su visión global parece orientarse a un pragmatismo económico y militar que busca reducir costos para EUA, pero que también puede generar un vacío de poder que otros actores –China y Rusia, principalmente– están dispuestos a llenar.

Desde una perspectiva humanista cristiana, este proceso presenta desafíos profundos. La polarización interna erosiona la cohesión social y debilita los valores de la justicia y la verdad, reemplazándolos por una lógica de enfrentamiento constante. En el ámbito internacional, la transformación del orden global hacia una política de transacciones puramente económicas podría desdibujar principios fundamentales de solidaridad y cooperación entre naciones.

El verdadero peligro de la doble jugada de Trump no está solo en su estilo político, sino en la posibilidad de que la polarización interna lo lleve a tomar decisiones geopolíticas impulsadas más por la necesidad de sostener su narrativa que por un análisis estratégico a largo plazo. En este sentido, el mundo se enfrenta a un escenario en el que el liderazgo estadounidense podría volverse cada vez más impredecible, con consecuencias que van mucho más allá de la política electoral de EUA.

La gran incógnita es si esta dinámica puede romperse o si el futuro de EE.UU. y del orden global quedará atrapado en una espiral donde la política interna y la geopolítica se retroalimentan en un juego de intereses a corto plazo. Desde una mirada cristiana, la respuesta debe estar en recuperar la política como un servicio al bien común, donde el poder no se ejerza para dividir sino para construir, y donde las naciones busquen liderar no desde la confrontación, sino desde la responsabilidad global.

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