Mis palabras no logran salir de su escondite. El corazón arrugado, estrujado, se llena de lágrimas. De inmediato surgen los recuerdos y el deseo de haber compartido más.
¡Cuantas cosas más me habría gustado decirte! ¡Cuantas cosas más me habrías dicho! Mi querido amigo, padre entrañable que me acompañaste en momentos de prueba y de dolor.
En los últimos días te vi a la distancia, con tu rostro benévolo, y presintiendo que ya nada sería igual. Ahora me doy cuenta que no estaba preparado para un desenlace tan sorpresivo.
Te voy a extrañar. Marcaste mi interior con una huella indeleble. Gracias por el “caminar juntos”, gracias por tus bromas siempre agudas, gracias por ayudarnos a redescubrir la libertad de la vida evangélica, sirviendo al Pueblo de Dios, y al pueblo-todo en sus luchas y preocupaciones.
Veo tus últimas imágenes, Papa Francisco, en la Plaza de San Pedro… y me lleno de alegría porque el Pueblo que te bendijo al iniciar tu ministerio, te volvió a bendecir de algún modo, en tu último día de vida.
Te vas pero te quedas muy dentro. No digamos “adiós”, sino “hasta pronto”, para que te sientas invitado a interceder por los que nos quedamos aquí y que ya te echamos de menos.
El corazón llora, pero al interior de una Esperanza. ¡Quiera Dios que nos volvamos a encontrar!
¡Pide por esta Iglesia que camina en la Historia y que tiene tanta necesidad de testigos como tú! Amén.
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