Tiempos de espada y tiempos de palabra

A lo largo de la historia judeo-cristiana, el pueblo de Dios ha recurrido a la espada, a la guerra por diversos motivos, en defensa de su Señor y del propio pueblo. También monarcas cristianos recurrieron a la espada a favor de las causas de Dios en muchas ocasiones. De hecho, cuando se representa a un ángel o arcángel luchando contra los demonios o como protectores de los hijos de Dios, lo normal es poner la imagen de un joven guerrero, armado con la espada en alto, como la forma de lucha divina contra el mal. Los héroes militares del antiguo testamento son admirados por sus acciones de guerra. Pero ¿es lo que debemos esperar o hacer en nuestro siglo XXI?

Difícilmente será hoy así, aunque hay casos de persecución contra los cristianos en que son defendidos por fuerzas militares para liberarlos de terribles opresiones de muerte y tortura, saqueos y destrucción por enemigos. Pero esta es la excepción. Estamos en tiempos en que las guerras por Dios y sus fieles se hacen y deben hacer con la palabra. ¿Qué significa eso? Dos cosas.

Primero que nada, desde el principio de la humanidad, la palabra ha sido la esencia de la lucha en favor de Dios ¿cómo? Por la oración, orando, rezando al Señor porque a sus fieles, a su pueblo, le conceda la paz y sacie sus necesidades de todo tipo, que cure a los enfermos, que enderece las mentes torcidas, que dé la lluvia en sequías, y ante cualesquiera otras calamidades.

Sí, el tiempo de la palabra en oración al Señor es de siempre, de antes, de ahora y lo será del futuro. Y hay que orar al Señor, ante los graves males que sufre la humanidad, en que se ataca a Dios, a sus fieles, y se intensifican las luchas por destruir lo más valioso de la humanidad, sus creencias religiosas, su práctica religiosa, la vida humana: por guerras, asesinatos, abortos, eutanasia y privación de medios alimenticios y de atención médica, incluyendo la esterilización de mujeres sin su consentimiento. La familia y el matrimonio naturales son objeto de terribles ataques, y se promociona una gran distorsión de la sexualidad humana por la llamada ideología de género.

Todo eso se hace de diversas maneras, la más grave modificando leyes, negando derechos naturales, imponiendo lo que llaman “nuevos derechos”, como el del aborto, y legalmente atacando con penalidades la objeción de conciencia médica, para que el médico que se niegue a practicar una aborto, por ejemplo, por ir eso en contra de su juramento hipocrático (para empezar) y en contra de sus creencias y principios, debe cumplir penas de prisión y perdida del derecho a ejercer su profesión, doctores, enfermeros y otros personal de servicios de salud. Por cambios legales, se intenta y a veces se logra que centros hospitalarios y escuelas de medicina católicas y de otras denominaciones, estén obligadas a aceptar la práctica de abortos y, además, pagado eso con sus propios recursos.

La imposición de los llamados matrimonios igualitarios en legislaciones nacionales, por funcionarios de organismos internacionales y la destrucción del concepto de familia, imponiendo lo que llaman “nuevas formas de familia” son otros graves males a los que se enfrenta, y la mayor parte en desventaja, el pueblo de Dios. La imposición legal de la ideología de género en terrible, y el castigo legal contra quienes defienden la verdad anatómica de que sólo existen dos sexos es cada vez peor.

Las luchas en contra de la libertad religiosa avanzan, de diversas maneras, desde directas hasta solapadas. Las mordazas contra quienes defienden la Verdad divina, los grandes valores que la humanidad ha tenido intrínsecos en su ser son cada vez mayores, con abuso de poder y con torcimiento de la ley y engaños, a veces ingeniosos.

Ante todos estos males, que se quieren imponer, y muchas veces se logran imponer a la población del mundo, es indispensable orar más que nunca, pedir al Señor que estas luchas en su contra se atenúen, se invaliden y se detengan. Pero una cosa es rogar al Señor en defensa de todos estos males llevados a cabo por personas humanas, y otra es hacer lo que a nosotros nos toca. Dejarle a Dios el trabajo y holgazanear es tan cómodo…

No es ahora el tiempo de la espada, sino de la palabra, pero además de la oración, de la palabra de cada creyente que en lo personal y en lo colectivo, estamos obligados a levantar la voz en defensa de Dios y lo divino, de la vida humana. Cada uno de nosotros debe hablar a favor de Dios, de su religión y sus principios humanos, debe denunciar ante todos los medios e instancias legales, políticas y diplomáticas, todas esas medidas y políticas inaceptables.

Y esto es un deber personal, no podemos simplemente esperar sentados y callados, a que “otros”, influyentes, poderosos, lo hagan. En estos casos, el silencio es cómplice, y esto es algo que se debe meter a la mente, callar por debilidad, por cobardía, por miedo “a quién sabe lo que me pueda pasar” es inaceptable ante Dios. En nuestro ambiente familiar, social y político, se debe denunciar, se debe exigir respeto, exigir a quienes son responsables de la política, de la educación y a líderes sociales, que actúen en nuestro nombre.

El silencio de los buenos es el mayor aliado de quienes actúan mal. En general se trata, como dijo una vez el presidente Nixon y se repite de diversas maneras, la imposición de pequeños grupos vociferantes ante una “mayoría silenciosa”. Lo que es más preocupante, lo más grave, lo dijeron Martin Luther King y otros líderes sociales y religiosos, es el silencio de los buenos.

Esta es, debe insistirse, la hora, el tiempo de la lucha por la palabra, exigiendo al mundo el respeto a los valores divinos y humanos, patrimonio multi-milenario de la humanidad, orando sí, para que Dios ponga su parte, pero sin olvidar nuestro deber de hacer lo que podamos a nuestro alcance, por medio de la palabra en familia, en círculos sociales, en el trabajo, en la academia, en acciones colectivas como manifestaciones en vía pública, y en pedir, exigir a quienes tienen poder político, diplomático, académico, religioso y social, que utilicen su poder e influencia a nuestro nombre.

Lo que es imperdonable, humanamente y ante Dios, es quedarnos callados.

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