La Ciudad de México en particular se ha vuelto rehén de manifestaciones callejeras y del recurso a la amenaza, la amenaza cumplida, el daño a propiedades.
La democracia como forma de gobierno ni es perfecta ni total, en cuanto a decisiones sobre la cosa pública de una sociedad-Estado. Como concepto de vida se ha ido ampliando para abarcar, amén la forma de gobierno, también la distribución cada vez más equitativa del bien común, los beneficios del desarrollo económico y las oportunidades de mejoramiento.
Como gobierno, la democracia ha avanzado mucho en garantizar el ejercicio libre y respetado del sufragio electoral. Los representantes electos, en el poder ejecutivo o legislativo, cada vez más buscan satisfacer los intereses de las comunidades que los eligieron. Al menos eso predican y en algo intentan cuando son buenos gobernantes.
Para mejorar los procesos democráticos, las sociedades modernas, incluida la mexicana, han creado organismos con objetivos sociales particulares, sea con participación ciudadana o bien totalmente “ciudadanizados”. En ellos los ciudadanos toman decisiones públicas sin la intervención de funcionarios de los poderes públicos.
El derecho de audiencia, para personas físicas u organismos de la sociedad civil, tiene más canales abiertos de comunicación. Nuevas leyes permiten a la ciudadanía estar mejor informada y exigir cuentas a funcionarios públicos. La mayor libertad de prensa (en todos los medios), incluyendo las redes sociales, permiten a la sociedad expresar sus deseos, necesidades y exigencias a la autoridad, directamente o por voceros autorizados (o espontáneos).
Las figuras del referéndum, la iniciativa ciudadana y el plebiscito van ganando lugares en las legislaciones nacionales. Y algo avanza la revocación de mandato.
También se goza de mayor libertad para expresar ideas o reivindicaciones sociales de todo género por la manifestación callejera, pero en este caso particular, el abuso de las prerrogativas y la libertad de expresión han dado lugar a un supuesto derecho al libertinaje y la coerción, el chantaje y la amenaza.
De la agresión verbal se ha pasado a la violencia, el motín, el pillaje como formas de expresión popular, que son vistas por quienes incitan a los seguidores como formas válidas ya no digamos de petición, ni aún más de exigencia, sino de imposición de voluntades, de intereses particulares sobre el bien común.
Organizaciones con enorme poder de convocatoria parecen justificar ante sí mismas su “derecho” a obligar a la autoridad legislativa, ejecutiva y hasta judicial, a decidir conforme a lo que se grita en la calle con el respaldo de multitudes que, bien azuzadas, pueden estar dispuestas a todo, incluyendo la violencia armada desde piedras, palos y machetes hasta lo que les caiga en mano.
Una muchedumbre bien adoctrinada y motivada a la violencia como forma de expresión popular, supuesta democracia, se convence de que la autoridad a quien intimidan y amenazan debe, está obligada socialmente a actuar conforme se le grita en alaridos, por micrófonos o en mantas y pancartas.
La multitud violenta grita y ataca en la calle o en edificios públicos confiando en dos cosas, primero que la autoridad lo pensará dos (o más) veces antes de echarles encima la fuerza pública, que además pueden hacer frente a la policía, ejército o quien intente detenerlos por la fuerza, y segundo que los caminos del diálogo necesariamente están agotados y que su presión violenta debe forzosamente ser atendida como lo desean.
Las chusmas airadas que por la amenaza de violencia o por la violencia misma exigen que la sociedad entera se ponga a sus pies, no son cosa nueva en el mundo, siempre han existido, pero como fenómeno sociopolítico son lamentablemente cada vez más aceptadas para lograr lo que por las vías del sufragio y la voz de representantes y autoridades constituidas no han conseguido.
Un problema político es la dificultad para distinguir si una muchedumbre que marcha por las calles o se reúne en mítines, actúa dentro o fuera de la ley. Y es que la manifestación popular bien conducida, sin agredir a terceros ni a sus bienes, es forma legítima de protesta o exigencia ciudadana, y hay problema cuando las pasiones se desbordan o hay vicios de origen, cuando se busca no el diálogo sino la amenaza, el chantaje a la autoridad y la violencia misma.
Las grandes organizaciones sindicales y políticas han utilizado la manifestación, la marcha y el mitin para intentar obligar a la autoridad democráticamente elegida y constituida, a obedecer sus consignas so pena de paralizar países enteros o servicios públicos de todo tipo, incluidos, vergonzosamente, los de salud y atención médica urgente. La violencia callejera ha tenido éxito en derrumbar gobiernos y obtener dimisiones de mandatarios. Estos llegan a renunciar por “evitar males mayores”.
Sin duda que, en muchos casos, la protesta social en grandes muchedumbres ha tenido razón en sus exigencias, pero cuando la violencia se sobrepone a la simple protesta, ya estamos frente al principio de que “el fin NO justifica los medios”. La violencia, el motín, el daño a personas y bienes, el homicidio multitudinario no son formas democráticas.
Desgraciadamente, el éxito obtenido por la violencia pública lo ha sido en demasiadas ocasiones, como también han sido exitosas guerras invasoras y revoluciones, llevan a mucha gente a pensar que la primera es camino legítimo para obtener resultados. Pero por ello mismo no debe aceptarse como vía democrática. La democracia es una forma de gobierno popular, no de destrucción del orden establecido por la democracia misma.
La agresión y la amenaza de sabotear servicios públicos, en defensa de “derechos” absurdos, contrarios al bien colectivo que, por negociaciones entre sindicatos y autoridades fueron recibidos como prebendas a costa del erario, está frente a nosotros, los ciudadanos contribuyentes de México.
La Ciudad de México en particular se ha vuelto rehén de manifestaciones callejeras y del recurso a la amenaza, la amenaza cumplida, el daño a propiedades, el ataque a fuerzas de seguridad para pasar sobre ellas e invadir recintos públicos como las cámaras legislativas o secretarías de Estado. Se ha vuelto casi “obligatorio” dirimir diferendos políticos y chantajes sociales en la ciudad capital del país, amén de los disturbios en otras ciudades.
Los maestros disidentes, el sindicato del Seguro Social, y muchas otras organizaciones, marchan en la Ciudad de México, y hacen mítines, la mayor parte de las veces sin mayor problema que desquiciar el tránsito y vociferar, pero otras veces se han llegado a cometer diversos delitos. Gente amotinada ha allanado oficinas de la Secretaría de Gobernación y otras más, o el recinto legislativo de San Lázaro, para entrar con caballos para presionar a los señores diputados. Los ejemplos, desgraciadamente, abundan.
Ante la amenaza, la violencia callejera, el sabotaje y el chantaje, la sociedad civil debe expresar, con el debido respeto al orden público y a las instituciones y prácticas democráticas, su rechazo a una absurda interpretación de la democracia a través de dichas prácticas antisociales y antidemocráticas. Junto a la autoridad legal y democráticamente constituida, debe manifestar también su exigencia de respeto a los canales que la democracia constitucional impone.
La sociedad mexicana debe exigir a las autoridades a no tener falsas prudencias políticas o hacerse de la vista gorda ante violaciones al orden público, reglamentaciones y leyes de buen gobierno. Los antecedentes de machetes como armas amenazantes en la vía pública, la toma de edificios como la UNAM por meses enteros y el arreglo tras bambalinas con dineros públicos de destrozos en propiedad privada por manifestantes, deben ser tachados y no volver a ser solapados.
No se trata necesariamente de usar la fuerza pública para impedir la violación a la legalidad, o la represión como abuso de la fuerza contra la ciudadanía, pero sí dejar claro ante todos que la democracia excluye, por principio, la violencia como institución democrática para pedir, exigir o imponer peticiones, derechos o arbitrariedades, según sea el caso.
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