La ayuda y apoyo mutuo entre parejas de esposos ancianos es tan fuerte y tan valiosa que quienes se quedan solteros “se la pierden”.
Por diversas razones, sobre todo porque una degradación social ha hecho que el matrimonio se vea con suma desconfianza, muchas personas jóvenes no quieren casarse. En general, porque los fracasos conyugales que se van conociendo impactan mucho, más cuando son de familia o gente cercana. Pero cuando los matrimonios “la llevan bien”, con todo y sus eventuales desencuentros propios de la naturaleza humana, pasan, la verdad, desapercibidos. Como que los fracasos son los grandes ejemplos y los éxitos no cuentan, como que eso es lo normal, y ya.
La verdad, cuando la vida va bien para personas digamos de entre los veinte y los cuarenta años, la soledad voluntaria puede resultar cómoda, si en nuestra morada no falta nada, si el trabajo es satisfactorio y se tiene un buen círculo de amigos. Pero eso tiene límites. Los solteros solitarios la pasan bien pero también mal, tienen desde el descanso para sus pasatiempos y un buen silencio, hasta la inquietud de estar sin con quién convivir que puede llegar, y llega en casos, a la depresión. Hay más traumas y suicidios entre los solitarios que quienes viven en familia.
Pero digamos que, por muchos años, los solteros la pasan razonablemente bien en su soledad de morada, tratando de compensar con una activa vida social y familiar cuando se puede (visitar a los padres, a los hermanos…). La vida solitaria da mucho tiempo para dedicarlo a lo que se quiere, como por ejemplo al desarrollo académico y profesional. Pero tiene un límite. Cuántas veces el soltero-solitario se sienta a ver televisión o a navegar en la Red por no tener compañía para conversar, menos aún para tener afecto personal.
Pero los años pasan y ante la inminente vejez o en plena “tercera edad”, el estar solo, sin cónyuge ni hijos (menos aún nietos), la vida se vuelve vacía. Conozco un caso de tres hermanos que nunca quisieron casarse, mientras otros hermanos lo hicieron, tuvieron hijos y nietos y disfrutaron la compañía familiar. Pero esos tres que cuento, vivieron juntos en una casa, muere una, luego otro y quien se queda solo en una casa vacía comenta cómo se arrepiente de nunca haberse casado, no tener la compañía del cónyuge ni hijos. Para esas etapas de la vida la soledad es deprimente, es mala compañía. Y es muy tarde para que el arrepentimiento de haber decidido no casarse sirva de algo. La vida se ha ido casi por completo.
Pero hay otro caso entre un grupo de excompañeros de colegio, octogenarios. Un reducido grupo se reúne con frecuencia para convivir y pasarla bien, entre conversaciones y bromas. Todos (menos uno) casados y con hijos, algunos viudos que tuvieron la dicha de llevar una vida conyugal y tener y disfrutar hijos, y luego nietos. Con los posibles achaques de la tercera edad, disfrutan a sus esposas, y se ayudan mutuamente en sus necesidades y enfermedades.
Haciendo referencia a desayunos semanales de esos compañeros del colegio, uno de ellos pide a un ausente (el soltero) que los acompañe a desayunar, y éste responde con un mensaje así: “Mi estimado amigo NN, desde que se inició la pandemia, me puse a reflexionar cuál debiera ser mi plan de cuidados y protección y llegué a la conclusión única: LA PREVENCIÓN. Todo esto porque vivo solo, no tengo quien me asista y cuide, quien me prepare alimentos, quien me administre medicinas, etc. Etc.…” (sic).
Este es el quid del mensaje, un hombre que decidió no casarse y tras una posible soledad quizás (no se sabe) disfrutada por años, la actual soledad ya no es cuestión de disfrute, sino de sufrirla. “No tengo quien…” ese, es el precio de decidir la soltería vitalicia.
El matrimonio y la familia que se crea son parte inherente a la naturaleza humana, y cuando se casan las personas con la buena conciencia de hacerlo con la persona correcta, con un verdadero amor de pareja, permiten a esas personas disfrutar mucho más la vida que quienes por los motivos que sean deciden no casarse (excluyendo a sacerdotes y religiosos, son casos especiales). Una decisión de soledad que por años puede llevarse bien, pero que tras esos tiempos empieza a pesar y ya no tiene remedio: “me hubiera casado, como mis amigos que durante muchos años han disfrutado a su esposa(o) y a los hijos y nietos”. Haber pasado las horas de las horas en la felicidad que solamente da una familia.
Ver la “sangre de su sangre” en los hijos y nietos, es una felicidad que no tiene comparación con otras relaciones humanas en la vida. Y más si se disfruta en su compañía, aunque sea en visitas a los padres, pero que puede vivirse en la constante comunicación. Un “¿cómo están, papá, mamá? los queremos mucho, ¿necesitan algo? nomás digan”, vale el oro del mundo, para la paz del corazón.
Las preguntas tradicionales de ¿quién cerrará mis ojos cuando muera, quién llorará mi partida, ¿quién rezará por mi alma? Se responden con el matrimonio o la soledad que se haya decidido en la juventud.
La ayuda y apoyo mutuo entre parejas de esposos ancianos es tan fuerte y tan valiosa que quienes se quedan solteros “se la pierden”. Vale mucho la pena que los jóvenes reflexionen sobre algo que, en general, se ve muy, muy lejano: la edad madura y la vejez. ¿Qué los matrimonios pueden y llegan a fallar? Cierto, pero la mayoría, con sus altas y bajas, pueden llegar a esas edad madura y vejez, disfrutando la compañía y el amor de un cónyuge y de su prole.
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