La corrupción del lenguaje nos impide hacer cosas en común.
Carlos Castillo Peraza
¿Qué es la política? ¿Quiénes son los políticos? Sobre esto último, permítanme decir una obviedad que, sin embargo, la mayor parte de la gente –incluyendo muchos intelectuales y académicos– parece no tener en cuenta: “la clase política” surge de la sociedad. No existe un ADN político; no hay nadie que nazca siendo político, si bien hay que reconocer que el oficio transforma, de alguna manera, a quien lo practica –todos los oficios marcan a quienes los ejercen. El quehacer político es visto, para muchos politólogos, periodistas, etc., como perteneciente a una clase diferente de hombres, para bien o para mal… generalmente para mal. Es natural, sin embargo, que a la política se acerque gente sin escrúpulos, con el único propósito de hacer de esta noble actividad su modus vivendi. Lo mismo pasa con el oficio de armas: atrae –como la luz a los insectos– a sociópatas y psicópatas, pero no podemos decir que la policía y el ejército sean una especie de clase corrupta y violadora de los derechos humanos.
Estamos viviendo una época en la que las palabras han perdido su significado original. El mundo en el que somos, estamos sometidos a una especie de anarquía y delirio en el uso y abuso del lenguaje. La percepción, hoy, de lo que hace un político, en México y en otras partes del mundo, (hombre o mujer) es equiparable con lo que hace un delincuente. En una encuesta sobre corrupción aparecida en el diario Reforma el día 27 de agosto, que abarca a las principales instituciones públicas del país, resulta que los partidos políticos ocupan el primer lugar (76.15 por ciento), seguidos de cerca por la policía de tránsito (73.58 por ciento).
En casi todos los medios de comunicación el término “política” es utilizado de forma frívola, cuando no despectiva. No digo que los partidos políticos no hayan contribuido en gran medida a la descalificación pública. Se dice que algún tema –digamos que estrictamente jurídico– se ha politizado, cuando una autoridad pública lo usa para sus fines y lo abstrae del ámbito que naturalmente le corresponde. No se dice que se ha prostituido, que es un término que mejor describe la situación.
Una de las definiciones de Aristóteles del ser humano como, “zoom politicón” (animal político), nos dice que “sólo el hombre, entre todos los animales, posee el uso de la palabra”. Y añade, “Lo que distingue singularmente al hombre es su conocimiento del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, como de todos los sentimientos cuya comunicación constituye precisamente la familia del Estado” (Política, I-9)
En la lengua francesa, el término “político” puede usarse en masculino o en femenino. En femenino, la política (la politique), en su sentido más común, designa el conjunto de maniobras y de operaciones turbias, a las cuales la opinión publicada define a menudo de manera peyorativa como si fuera el hecho político en su integridad. En castellano, para definir esta actividad suele usarse el término politiquería. Sería ingenuo no reconocer este género de prácticas en el ámbito político, pero reducirlo al hecho ominoso de “ensuciarse las manos”, constituiría una reducción absurda de una actividad calificada por Aristóteles (y por muchos pensadores en la historia) como la más noble a la que un ciudadano pueda dedicar su vida.
Muchas veces se ha considerado a la política (en su primera acepción en francés) como un oficio que atrae generalmente a hombres y mujeres que no tienen empacho en ensuciarse las manos, con tal de conseguir, para ellos y sus allegados, poder y dinero, en una fórmula simple: tener el poder para tener dinero. En el PRI se ha hecho famosa la frase: “no me des nada, compadre, solamente ponme donde hay”.
Los inevitables fracasos de las democracias, producidos en general por malos gobiernos, pero también por factores externos a ellos, cultivan en muchas sociedades occidentales cuerpos sociales dispuestos a aceptar a un líder que les asegure un mínimo de seguridad, aún si con ello pierden un mucho de su libertad. Es entonces cuando presenciamos (o sufrimos) el advenimiento de los populismos y aún de las dictaduras.
En su acepción masculina, lo político (le politique), define la especificidad de la actividad política, es decir la irreductibilidad del hecho político en relación con las determinaciones económicas, sociales, culturales o técnicas. Lo político debe entenderse como una virtud, un arte y una técnica que, en cualquiera de sus acepciones, se define como la actividad que procura el bien común de la sociedad.
Sin embargo, es una realidad que la democracia no es una condición natural del ser humano, tampoco es una conquista definitiva de la política (le politique), sino el resultado de la lucha de generaciones sucesivas, porque cada generación debe retomar y continuar por su cuenta lo avanzado en las generaciones anteriores. Por esa y otras razones, en su acepción más genuina, la política debe ser entendida como virtud; ella tiene necesidad de una ética, que debe reposar sobre un sistema de valores esenciales: la eminente dignidad de la persona humana, la libertad, la justicia, la solidaridad, la subsidiariedad, el respeto a los derechos humanos (los verdaderos) y, como fin natural de la política, la búsqueda incansable del bien común.
Por haberse desinteresado de lo político, por una parte, y por haber confiado en un gobernante errático y mediocre, por la otra, los mexicanos nos encontramos hoy en uno de los trances más dolorosos que haya conocido nuestra historia (aun los que se sienten ganadores). Es urgente redignificar la política, es decir, rehabilitarla, si queremos aspirar a tener algún día un país cuya sociedad cumpla con la ley, la burocracia sea honesta, la economía sea abierta al mercado –con responsabilidad social–, la salud tenga cobertura universal, la educación sea de calidad en lo instrumental y de valores en lo espiritual. Me dirán que para eso se necesita una “explosión de conciencia” como dice Ortega y Gasset. Es hora de provocarla…
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