La sociedad está enferma, pero está enferma de malformaciones derivadas de la descomposición del tejido social, como consecuencia, a su vez, de la pérdida de las virtudes morales y sociales.
El pasado domingo se celebró en México el Día Nacional de la Familia. Es esta sólida institución, la familia, herencia cultural que le debemos a España –entre otras muchas cosas-, herencia hispánica que fue complementada con la aportación de las culturas indígenas, especialmente por su dulzura y sencillez, consignada por todos los historiadores y misioneros de la primera hora de la evangelización; es esta herencia, repito, la que está, desde hace ya mucho tiempo, bajo un ataque sistemático de los enemigos de la cultura hispánica, es decir, de la cultura y la civilización cristianas. El derecho de los padres de familia para educar a sus hijos, según sus valores y convicciones, inscrito en la misma naturaleza humana, poco a poco se ha convertido en un falso “derecho” del Estado.
Desde España fueron asestados los primeros golpes a su propia esencia civilizatoria y cultural. En efecto, en la segunda parte del siglo XVIII, por órdenes del rey borbón Carlos III, se expulsó de España y de todas las provincias hispano-americanas a la Compañía de Jesús. Fue un hecho muy doloroso para miles de familias, desde las asentadas en el Pacífico del norte en la Nueva España (hoy California, Arizona, Oregón, etc.), hasta Uruguay y parte de la Argentina. Los jesuitas estaban dedicados, entre otras muchas cosas, a la evangelización y a la educación de los naturales y de los mestizos. No conforme con lo anterior, en 1804, el rey Carlos III expidió la Real Cédula de Consolidación de Vales, que no era sino otro ataque a la Iglesia Católica, porque consistía en “enagenar (sic) los bienes raíces pertenecientes a Obras Pías de todas clases, y que el producto de sus ventas, y de los capitales de censos que se redimiesen o estuvieren existentes para imponer a su favor, entrase en mi Real Caxa”, es decir, del rey (Archivo General de la Nación, tomo 192, exp. 141). Además de la ignorancia que la metrópoli evidencia sobre el mecanismo de la economía y de las necesidades de la sociedad novohispana en sus provincias de ultramar, ésta constituye la segunda acción directa tomada contra los bienes de la Iglesia por Carlos III, que tuvo como consecuencia un deterioro importante en la economía de la gente más pobre, que dependía de la Iglesia Católica, cuyos bienes no eran otros que las escuelas, los hospitales, los dispensarios y, sobre todo, las tierras de cultivo que la Iglesia les proporcionaba a indígenas y a mestizos, a título gratuito (sin contar los conventos y los templos).
No todo fue, empero, culpa del borbón. En el siglo XIX, ya en el México independiente (con el pretexto de la separación de la Iglesia y el Estado), los naturales principalmente, y muchos de los mestizos, fueron despojados por las Leyes de Reforma, expedidas por el gobierno de Juárez, de las leyes que los protegían (herencia de las Leyes de Indias. Romeo Flores Caballero, La contrarrevolución de Independencia. El Colegio de México, 1969). Huelga decir que todas estas reformas incidieron, de forma directa, sobre las familias indígenas más pobres de la sociedad mexicana, especialmente en el sur del País. El sistema educativo en México, si bien tenía muchas carencias, fue desarrollado a través de los siglos, en un tiempo que duró desde el siglo XVI al XIX, en el cual la educación, desde la primaria hasta la universidad, era atendida fundamentalmente por las congragaciones religiosas y por la iniciativa de particulares, que también fundaron colegios. La Nueva España contaba ya, en el siglo XVIII, con 17 universidades, la primera de las cuales fue fundada en 1551: La Real Y Pontificia Universidad de México, 150 años antes de que en Estados Unidos se fundara el Harvard College (Joseph, H. I. Schlarman, México, Tierra de Volcanes, Ed. Jus México).
El golpe más severo que sufrió la educación en México, y por lo mismo la familia, fue asestado por la Constitución Política emanada de la Revolución Mexicana, en 1917. Dicha Constitución nació con signo jacobino y fue, durante muchas décadas, francamente antirreligiosa, es decir, anticristiana. Sólo dos ejemplos: Art. 3°, IV: “Las corporaciones religiosas, los ministros de los cultos, las sociedades por acciones, que exclusiva o preponderantemente realicen actividades educativas, y las asociaciones o sociedades ligadas con la propaganda de cualquier credo religioso, no intervendrán en forma alguna en planteles en que se imparta educación primaria, secundaria y normal, y la destinada a obreros o a campesinos”. Art. 130, párrafo 7: “Las legislaturas de los estados únicamente tendrán facultad de determinar, según las necesidades locales, el número máximo de ministros de los cultos”. Se debe entender que, siempre que la Constitución habla de los “ministros de los cultos”, se refiere a aquéllos ligados a la Iglesia Católica, ya que los protestantes nunca fueron molestados.
Cuando el presidente Calles quiso aplicar la Constitución y, sobre todo, la Ley de Cultos que derivó de ella, desató la guerra cristera en 1926. Los malos “arreglos” del conflicto, encabezados por dos obispos, no lograron la derogación de las leyes persecutorias, sino solamente su no aplicación, lo que se tradujo en décadas de simulación. En 1992 se produjo una reforma constitucional que eliminó muchos de los grilletes que limitaban la libertad de enseñanza y de cultos. Por el mismo tiempo, se había consolidado el “Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE)”, más ocupado –con sus honrosas excepciones- en mantener los privilegios de los líderes, que de brindar a la niñez y a la juventud mexicanas una instrucción de calidad. El daño ya estaba hecho. Millones de mexicanos habían crecido a la sombra de una ideología jacobina que intentaba despojarlos, poco a poco, de los valores heredados de la civilización y la cultura cristianas. Muchas de las familias mexicanas abdicaron de su potestad para dirigir a sus hijos en sus valores y convicciones, y dejaron en manos de la escuela oficial su educación, es decir, del Estado.
Después de un siglo de terminada la Revolución Mexicana, podemos decir que ésta triunfó, no sólo con las armas, sino sobre todo con las ideas. Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, son los verdaderos fundadores del sistema político mexicano. En julio de 1934, acompañado por Lázaro Cárdenas (presidente socialista ya electo), Calles pronunció un famoso discurso conocido como “El Grito de Guadalajara”, del cual transcribo lo más importante: “La Revolución no ha terminado. Los eternos enemigos la acechan y tratan de hacer nugatorios sus triunfos. Es necesario que entremos al nuevo periodo de la Revolución (…) debemos apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución”* (Enciclopedia Histórica y Biográfica de la Universidad de Guadalajara) *En todo el artículo las negritas son mías.
¿No es esa familia desvertebrada, disfuncional, dividida, culturalmente erosionada, semillero de patologías sociales y por lo mismo de criminales, el fruto podrido de la Revolución Mexicana? Además de la Revolución, otros enemigos acechan y vulneran hoy a la familia (llámese nuclear o monoparental). Fruto de una ideología devastadora de la cultura y la civilización cristianas, la pseudo-cultura Woke, la ideología de género, la de la “cancelación”, etc., pretenden redefinir a la familia como represiva, tiránica, hetero-patriarcal, etc., a la que le achacan todos los vicios de una sociedad enferma.
Ciertamente la sociedad está enferma, pero está enferma de malformaciones derivadas de la descomposición del tejido social, como consecuencia, a su vez, de la pérdida de las virtudes morales y sociales. Sin embargo, siempre hay esperanzas de restauración. Existen todavía, en México y en el mundo occidental, reservas espirituales, reacciones poderosas en favor del renacimiento de la cultura y la civilización cristianas, de las cuales la familia es la natural transmisora y, dentro de ella, la mujer, esa que no ha renunciado a ser mujer, sin importar los compromisos que le imponga el trabajo (cuando labora fuera de su casa), que es la que construye y cuida el hogar y le da la calidez y la ternura- de madre, de abuela, de hija o de tía- que constituyen esta milenaria y maravillosa institución.
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