López Obrador es una versión corregida y aumentada de dos demagogos profesionales: los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo.
Muchos análisis se hacen y se seguirán haciendo sobre la inconcebible alta popularidad del presidente López Obrador, a estas alturas de dos años y medio de un sexenio desastroso. Tal parece que a las madres a las que López O. les quitó las guarderías para dejar a sus hijos mientras ellas se ocupaban de trabajar para sostener a su familia o ayudar a su marido en el gasto familiar; a los papás cuyos hijos se están muriendo o ya han fallecido por no contar con medicinas para tratarlos; a los miles de burócratas y trabajadores que perdieron sus empleos, sea por el pretexto de la “austeridad” decretada por el gobierno, o porque éste no ayudó a la empresa en la que laboraba a sobrevivir durante la pandemia, o por muchas erráticas decisiones del presidente que han lastimado a millones de familias. Tal parece, repito, que a todos esos mexicanos no les ha importado nada que el gobierno de AMLO haya decidido lastimarlos en lo más sensible que todo hombre o mujer tiene: la familia.
Sin embargo, es notorio que todo lo anteriormente descrito, y mucho más, sí ha hecho mella en una buena cantidad de ciudadanos, porque la popularidad del presidente ha bajado, en un año, de un 82% u 80%, a un 60 o 58%. Si hacemos bien las cuentas, eso significa muchos millones de mexicanos descontentos. Las cifras son aún más significativas si consideramos las encuestas de Morena, cuyo presidente, de facto, es el mismo López O. Las encuestadoras nacionales le dan al partido del presidente entre un 45% y un 38%.
Es un hecho, pues, que ciudadanos de clase media baja o media-media, que votaron por él en 2018 se han desilusionado, pero son minoría. Para su “voto duro”, López O. ha hecho uso de un discurso maniqueo que divide a los mexicanos en buenos y malos. Los buenos son buenísimos, son el “pueblo bueno” (cualquier cosa que eso signifique) y los malos son malísimos, son necesariamente corruptos, tramposos, inmorales, etc. La triste verdad es que ha hecho de sus partidarios unos seres humanos envidiosos, vengativos, acomplejados, porque los exitosos son, por definición, corruptos… y todo lo demás.
Eso no es nuevo. López O. es una versión, corregida y aumentada, de dos demagogos profesionales: los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo. De ahí el amor de AMLO por esos dos sexenios (la docena trágica). Debemos recordar, los que vivimos entonces, que antes de esos nefastos personajes, y a pesar de los esfuerzos de Lázaro Cárdenas de dividir a los mexicanos sin lograrlo, no existía en México lucha de clases (el tema de la Revolución y de la guerra cristera son para contarlos en otro espacio). Ésta la introdujo Echeverría y la perfeccionó López Portillo. Los dos, pero más este último, acusaron constantemente a los empresarios de ser enemigos de México. En su último informe presidencial, López Portillo lloró por los pobres, acusó a los empresarios de haber impedido el éxito de su gestión como presidente y se atrevió a decir (refiriéndose a los empresarios y banqueros) “nos saquearon, no nos volverán a saquear”, ¡y expropió la banca nacional! Con una expresión mentirosa: “La nacionalización de la banca”. Nota del autor de este escrito: no había en ese entonces más que banca nacional. Lo que hizo entonces fue estatizar a los bancos.
De la herencia ominosa de ese PRI, del “nacionalismo revolucionario”, surge López O. Dije antes, y lo repito, él representa a esa corriente, se ha nutrido de ella y ha superado a sus maestros salvo, hasta la fecha, y gracias al Banco de México, por cierta estabilidad económica prendida con alfileres.
Lo más sorprendente de todo es que aún con todos sus errores y desvaríos, López O. conserva una buena parte de su clientela social. Nadie sabe si le sea suficiente para conservar la mayoría en la Cámara de Diputados, yo no lo creo. Hay quienes se ilusionaron tanto con López O. que no pueden reconocer que se equivocaron. Muchos de ellos forman parte de la legión de defensores a ultranza del presidente, repiten en las redes sociales los insultos y las acusaciones sin fundamento que lanza el presidente en las mañaneras. Otros más, son los clientes esclavos; son aquéllos que dependen de las dádivas (generosas, piensan ellos) sin tener ninguna obligación, sólo estirar la mano. Seguramente, muchos de ellos son víctimas de las malas decisiones del presidente, pero puede más la necesidad, ayudada por la ignorancia (pertinente aclaración: en los dos sexenios del PAN, ciertamente había programas sociales. Se les llamaba “oportunidades”. La gran diferencia estriba en que, por ejemplo, a las familias pobres se les daba un apoyo para la educación de sus hijos, siempre y cuando estos dejaran la milpa y acudieran a la escuela. También se les daba a las mujeres (en general, todo tipo de apoyos se entregaba a las mujeres, considerando que generalmente hacen mejor uso del dinero que los hombres) con la obligación de acudir periódicamente al médico para hacerse exámenes de salud; se creó el Seguro Popular, etc., nada de eso existe ya.
Un sector de la población, el más numeroso sin duda dentro de la minoría fiel al presidente, se ha contagiado del odio que despide, que exuda López O., y éste es consciente de que tiene una clientela fiel, ciega, servil, haga lo que haga, y eso lo envalentona. La siembra de odio tiene muchos años, no surgió espontáneamente en el 2018. Sus incondicionales no tienen argumentos frente a sus múltiples errores, no los necesitan, se aferran a una figura mítica, porque les da la sensación de que sin ella todo su mundo se derrumba, especialmente porque el resentimiento que sienten se ha convertido en el motor de su vida. De una manera perversa, López O. le ha dado a esa porción de la población una razón para vivir: el rencor con el que, cada mañana los alimenta, dándoles un nuevo motivo de rencor, de envidia o de venganza. Con López O. esa gente se siente ganadora, su discurso no va dirigido a la gente que lee (salvo La Jornada), sino a la que tiene cautiva para inculcarle cada vez más motivos para odiar a los empresarios, a los fifís, a los conservadores, a los neoliberales, a los abogados, a los jueces, etc., entienda o no “el pueblo bueno”, quiénes son y qué hacen en realidad.
La tarea que el Presidente se impone cada mañanera es terriblemente inmoral. Él está envenenando, con pleno conocimiento, el alma de esos mexicanos, en su mayoría pobres e ignorantes. La devastación espiritual que López O. está provocando en esa pobre gente clama al cielo. Esa paciente labor de envenenar las conciencias de quienes se han entregado noblemente, ingenuamente, a quien decía que iba a salvarlos, es de una gran perversidad.
Para explicar el fenómeno López O., la mayor parte de los analistas usan la palabra “hartazgo”. Eso ya no vale a estas alturas, porque si ese era el motivo para apoyarlo (la corrupción generalizada, identificarse con la izquierda, la pobreza, la miseria, etc.) los que lo apoyaron por esos motivos, ya lo abandonaron. No, en mi opinión no es el hartazgo lo que lo sigue impulsando, es el rencor que el presidente ha sembrado pacientemente (o lo ha avivado) en ese gran sector de la población al que López O. ha “adoptado” como propio. Él mismo es el gran rencoroso, y el muy grave problema al que éste se enfrenta es que nunca puede quedar satisfecho su rencor, no tiene salida. Ortega y Gasset lo explica admirablemente: “El rencor es una emanación de la conciencia de inferioridad. Es la supresión imaginaria de quien no podemos con nuestras propias fuerzas realmente suprimir. Lleva en nuestra fantasía aquel por quien sentimos rencor el aspecto lívido de un cadáver; lo hemos matado, aniquilado, con la intención. Y luego, al hallarlo en la realidad firme y tranquilo, nos parece un muerto indócil, más fuerte que nuestros poderes, cuya existencia significa la burla personificada, el desdén viviente hacia nuestra débil condición”.
“Una manera –sigue diciendo Ortega- más sabia de esta muerte anticipada que da a su enemigo el rencoroso, consiste en dejarse penetrar de un dogma moral, donde, alcoholizado por cierta ficción de heroísmo, llega a creer que el enemigo (léase adversario) no tiene ni un adarme de razón, ni una tilde de derecho” (O. y G., Meditaciones del Quijote).
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