Cómo impedir, moralmente, que gane AMLO

Para lograr este propósito, se debe votar, en conciencia, por quien vaya en segundo lugar…


Impedir que gane AMLO


El sentido de nuestro voto para las elecciones 2018, sobre todo las que se refieren al cargo de Presidente de México y a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México se ha convertido, para nosotros los católicos, en un verdadero conflicto moral, en una disyuntiva desagradable. Es, dirían los filósofos, un ejemplo muy claro de un dilema bicornuto, porque cualquier decisión al respecto implica un mal. Mucho se ha escrito ya sobre el negro panorama económico que representa la opción populista, por lo cual expresaré mi opinión sobre los males morales (como si no tuviéramos suficientes) que acechan a nuestro querido México. En resumen, nos encontramos en el peor de los mundos posibles. Sin embargo, hay que decidir, es un imperativo moral, y la decisión no es fácil. Espero que las siguientes líneas ayuden al lector a tomar la mejor decisión, dadas las circunstancias.

Por un lado tenemos a un candidato, Ricardo Anaya, quien ha sido postulado por el Frente por México. El problema no es tanto Anaya sino sus compañeros de viaje, ambos de la izquierda, con una agenda anti-vida y anti-familia, comprobada ahí donde gobiernan o han gobernado. El PAN encabeza la alianza y es el partido fuerte del tripartito que, ciertamente, representa los valores y principios que defienden la familia y la vida, y que siempre ha sido la esencia de ese partido. Sin embargo, Ricardo Anaya se ha visto presionado por sus incómodos compañeros de viaje y ha declarado, por ejemplo, que si bien está a favor de la vida, también está en contra de que se “discrimine” a los homosexuales, por lo que hay que permitirles las uniones civiles. No se da cuenta, Ricardo Anaya, de que no es discriminatorio establecer diferencias entre los desiguales que, por ser desiguales, no pueden alegar en su favor derechos que sólo les corresponden a los iguales. Esta diferencia ya la había descrito Aristóteles hace 2,500 años y sigue y seguirá siendo vigente.

Por el otro lado tenemos a otro candidato, José Antonio Meade, que ha sido postulado por el PRI y compañía. En este caso, la compañía es lo de menos, el gran problema lo constituye el partido que lo arropa y le ha pedido que “lo haga suyo”, a lo cual el candidato ha cedido, con todo lo que esto implica, porque el PRI se ha comportado, históricamente, como un partido camaleónico, lo cual quiere decir que no tiene principios; es oportunista y pragmático, lo mismo puede votar por la familia en un congreso local, que por el aborto como en la Ciudad de México. Sin embargo, Meade se ha dado a conocer como “ciudadano” y se ha pronunciado por la vida y por la familia, lo que le ha atraído no pocas simpatías de un sector de la sociedad. Lo que Meade no percibe, es que “el partido que lo ha hecho suyo” pertenece a la Internacional Socialista. Es, en realidad, un partido de izquierda con careta de liberal cuando le conviene.

Es evidente que López Obrador es, ahora más que nunca, un gran peligro para México. Su “proyecto de nación” regresaría a México a los tiempos aciagos del echeverrismo, por decir algo muy conservador. Si los compañeros de viaje de Meade y de Anaya son cuestionables, los de López son de terror. Sin embargo, los comparsas de AMLO palidecen frente a él mismo, que representa la figura incuestionable de un populismo autoritario, el cual hace girar el mundo entero en torno a su augusta persona, a “su alteza serenísima”. Frente a este panorama, a los ciudadanos que no queremos que AMLO llegue a la presidencia de México se nos presenta un dilema ético, cuya solución se convierte en una obligación moral.

Los católicos, y aquellos que realmente aman a México, no tenemos a la vista el bien ideal, ni siquiera el bien posible. Lamentablemente debemos decidir, en este caso, por el mal menor, atendiendo al principio del doble efecto. Es decir, ante la creciente amenaza de que el MAL MAYOR SE IMPONGA EN LAS PRÓXIMAS ELECCIONES, debemos optar por quien lo pueda derrotar, que es el que vaya, sea quien sea, en segundo lugar según las encuestas (a pesar de que desde hace tiempo dejaron de ser confiables).

Es lamentablemente cierto que, al contemplar las opciones que se presentan a nuestra voluntad para ejercer racional y moralmente el derecho al voto, no encontramos una opción óptima que encarne el bien ideal, ni siquiera una que se vea como el bien posible sino, en todo caso, opciones secundarias, digamos que relativamente malas, pero no tanto como la que podría causar nuestra decisión de no actuar racional y moralmente, para evitar una catástrofe para México de dimensiones inimaginables. Por eso es que debemos optar, racional y moralmente (vale la pena repetirlo), haciendo uso del principio del doble efecto, también llamado opción por el mal menor.

¿En qué consiste este principio del doble efecto, también llamado del voluntario indirecto? Es la consecuencia de un acto plenamente voluntario, que produce un efecto bueno y uno malo (para ampliar este interesante concepto, se puede consultar a Santo Tomás de Aquino, en Suma Teológica, 2a. 2e. q. 64, art. 7). El objeto y la intención que se persigue con el acto deben ser buenos, pero el actor está consciente de que puede tener un afecto malo y debe estar preparado para tolerarlo. En todo caso, los daños que provocará nuestro acto pueden ser efectos colaterales (como se dice en la guerra), pero el bien logrado es, por sí mismo, más valioso porque supone la contención del mal mayor.

Por esta acción se persigue, como es el caso, que López Obrador no llegue a conquistar la presidencia de México. Para lograr este propósito, se debe votar, en conciencia, por quien vaya en segundo lugar (o en primero, descartando, obviamente a AMLO, aunque a estas alturas es muy claro que la contienda es entre dos: RAC y López). Es necesario decir que el objeto de nuestra acción es honesto, porque está inspirado por un bien superior (el Bien Común de México). Si bien puede tener consecuencias no deseadas, como las presiones que pueden ejercer los partidos aliados de Anaya. En esta cruda realidad, se permite el mal posible, únicamente por su absoluta inseparabilidad del bien deseado, pero con desagrado y con disgusto.

El problema que se presenta en la Ciudad de México es diferente en sus opciones, pero exige la aplicación del mismo principio moral. En este caso, el mal mayor lo representa la candidata frentista Alejandra Barrales o, peor aún, la candidata de Morena que ya sabemos que continuará la política establecida por su partido en la ciudad capital, que es anti-vida y anti-familia. El mal menor lo representa el candidato del PRI, Mikel Arriola, quien se ha pronunciado por la vida y la familia pero que no representa una opción mala por sí misma, sino por el mal subyacente que representa su partido, el PRI, el cual se ha manchado por la corrupción y por el constante apoyo a las causas del lobby LGTBI y, consecuentemente, a la ideología de género. Votar por Arriola en la Ciudad de México implica, por todo lo que se ha dicho, también una opción con doble efecto y, como en el primer caso, el efecto bueno (que no gane la opción anti-vida) justifica, por sí mismo, que lleve consigo el germen del error el cual no es un efecto deseado, pero que ya se ha previsto en las consideraciones morales que llevan a la acción final.

 

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