Doscientas cincuenta mil personas en la Plaza de San Pedro y en la vía de la Conciliación. El cuerpo del papa Francisco, en un ataúd, se colocó frente al altar durante la misa del sábado 26 de abril. Más allá de palabras solemnes o de discursos académicos, una gran parte de la gente reunida en Roma, como en muchas otras partes del mundo, intuyen que algo verdadero portaba este hombre que murió el lunes 21 de abril de 2025. Falleció Francisco, Sucesor de Pedro, Pastor Universal. Pero su legado permanece sutilmente, suavemente, en el corazón de muchas personas.
Quienes quisieron acorralarlo acusándolo de “progresista”, rápidamente evolucionaron hacia situaciones personales y grupales insostenibles: un conservadurismo extremo, incapaz de dialogar, presto para descalificar y juzgar, se hunde en sus contradicciones farisaicas, y gradualmente constituye una suerte de nuevo protestantismo. Es el famoso: “soy cristiano, pero no estoy con el papa” o “el cónclave estará viciado si no se cumplen las condiciones que yo pienso”, etcétera.
Quienes quisieron catalogarlo como “conservador”, desde una cierta petulancia pseudo-intelectual, se estrellaron con la congruencia de vida de Francisco. Es muy fácil sentirse “teólogo” o “sociólogo” de avanzadas, desde una cómoda oficina con aire acondicionado en Alemania. El papa Bergoglio era un hombre abierto al pensamiento que arriesga hipótesis teológicas, pastorales, o sociales de vanguardia, siempre y cuando estas reflexiones estuvieran acompañadas de cercanía empírica y concreta con los más pobres y abandonados de la tierra. En otras palabras, mientras no hubiera mundanidad en la vida, y la mirada se mantuviera atenta al rostro de quienes sufren en nuestras sociedades.
La realidad es que el papa Francisco fue simplemente “católico”, es decir, “universal”. La Iglesia ya no es más un espacio “eurocéntrico”. Hoy es claro que la Iglesia está llamada a acoger las nuevas sensibilidades emergentes y las periferias más extremas. Y esto no por un afán de estar “a la moda” sino por fidelidad al Evangelio: todo lo humano debe ser asumido para así poder ser redimido, solía pensar, San Ireneo.
El papa Francisco, hasta el último momento, ofreció su vida por la paz del mundo y por la reconciliación entre los pueblos. No temió hablar con Evo Morales o con J.D. Vance. No dejó de atender a los Castro, a Lula, a Petro, porque también miró a los ojos a Viktor Orban, a Donald Trump o a Javier Milei. Y a todos les propuso lo mismo: abandonar la violencia y la descalificación, e ingresar a la lógica de la fraternidad, que implica, eso sí, una profunda revisión de vida.
Las quinielas se multiplican en internet con las opiniones de improvisados “expertos” que buscan adivinar quién será el nuevo Pontífice. Justo este tipo de mirada, que interpreta todo conforme a la lógica del poder, es la que Francisco detestaba. Él siempre pensaba que para decidir es preciso antes discernir. Discernir en el Espíritu, es decir, descubrir qué desea Dios para la Iglesia y para el mundo actual. Por eso no deseamos otra cosa del cónclave: discernir para proponer, discernir para elegir, discernir para ponernos en movimiento.
Ahora bien, en cada cónclave, sucede lo mismo: Dios nos regala sorpresas que continúan creativamente un legado impresionante.
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