Es necesario dar una respuesta cristiana a esta actitud que impide a las personas encontrar el sentido trascendente de la existencia humana.
Escuchaba, hace tiempo, un divertido sermón del célebre Padre “Chinchachoma”, quién por muchos años se ocupó de atender, con edificante generosidad y constancia, a los niños de la calle. En esa ocasión habló del peligro que entraña para las familias y la sociedad el que las personas giren obsesivamente en torno a la órbita del “yo”. Y cuestionaba: “Pero, ¿qué es el egoísmo?” Y se respondía: “Muy sencillo, es la actitud de los habitualmente piensan que en primer lugar lo ocupa su propio, yo; ¿Y en segundo lugar? ¡Pues yo, faltaba más!; ¿Y en tercer lugar? ¿Quién va a ser? ¡Por supuesto que yo también, no hay duda!” Y comentaba este sacerdote que cuando les preguntaba eso mismo a algunas personas que mantenían esa conducta, les cuestionaba: “¿Y qué lugar ocupa entonces tu prójimo?” Y comentaba que, en bastantes casos, los interesados le respondían: “¿Los demás? ¡Los demás que se vayan mucho al diablo!”
La tendencia al egoísmo ha existido desde que el hombre habita sobre la tierra. Sin embargo, en los últimos años se ha potenciado con el surgimiento de diversas ideologías y las nuevas tecnologías.
¿En qué se manifiesta? 1) En un marcado individualismo que busca no tener más horizontes que el propio “yo” y, por lo tanto, esa persona dice hacer “lo que me conviene, me produce placer o me resulta agradable”. 2) Un desmedido afán de autorrealización en el que sólo cabe el desarrollo profesional y no se concibe la entrega y servicio desinteresado a los demás. 3) la autonomía absoluta en la que “nada ni nadie invada mi personal libertad”, según sostienen, y con frecuencia desentendiéndose de las necesidades de los demás y sin interesarse por el bien común de la sociedad. 4) Ante este planteamiento, el más mínimo sacrificio por el bien del prójimo o de la comunidad queda excluido en forma automática. 5) Aislamiento, ensimismamiento, sin ocuparse por la felicidad y bienestar incluso de los de su propia familia. 5) Establecer cotos impenetrables, como ocurre con frecuencia cuando algunos jóvenes o profesionales, se encierran en sus habitaciones todo el fin de semana y se disgustan cuando alguien los interrumpe, con agresivos reclamos, como éstos: “¿No te das cuenta que estoy viendo mi película? ¿Qué no entiendes que estoy ocupado bajando música? ¿Por qué me molestas si estoy viendo videos en unas páginas web? ¿Qué no te has fijado que estoy chateando?”, etc.
Como ha escrito el Papa Francisco: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios (…), ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. (…) Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida” (“La Alegría el Evangelio”, No, 2).
Ante ese panorama es necesario dar una respuesta cristiana a esta actitud que impide a las personas encontrar el sentido trascendente de la existencia humana y comprender a fondo que el individualismo llevado hasta ese extremo, difícilmente se hace compatible con el cristianismo.
Por ello es muy importante: 1) Generar la fraternidad y la convivencia amable con los del propio hogar; 2) Fomentar la solidaridad, la entrega de uno mismo en servicio a los demás. 3) Desarrollar un auténtico interés por los demás para romper con ese aislamiento y volver a entrar en un trato auténticamente humano con los demás. 4) Trabajar, desde luego con intensidad y eficacia, pero nunca perder de vista la felicidad y el bien de los que nos rodean en la familia, con las amistades, con los colegas en el quehacer profesional, ante las apremiantes necesidades sociales.
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