Con ocasión del tremendo sismo que sufrió México, dejando tanta destrucción en la capital y otros estados, me vino el recuerdo de una anécdota que ocurrió en Alemania, al concluir la Segunda Guerra Mundial.
En un pequeño pueblo, la iglesia parroquial tuvo muchos daños a causa de los bombardeos. Allí se guardaba una imagen de Cristo crucificado de gran devoción en esa región del país y de notable valor artístico.
Como consecuencia de una de las bombas, la imagen perdió los brazos. Cuando terminó la conflagración bélica, el párroco y sus feligreses se plantearon qué podían hacer con el Cristo roto.
Unos eran partidarios de dejarlo tal y como había quedado. Otros, por el contrario, preferían encargar a algún artista que hiciera una reproducción de los brazos con base a fotografías y completar así la escultura.
Finalmente prevaleció la primera de las propuestas. El Cristo quedó sin brazos, en el lugar de costumbre, pero debajo se puso una inscripción que decía: “Ustedes son mis brazos”. Sin duda, esta frase entraña un profundo significado y quedó como un símbolo del servicio que deberían de prestar los fieles a sus hermanos los hombres.
Muchas personas, a raíz del fuerte temblor de tierra, se han preguntado: ¿Y dónde estaba Dios? Pienso que la respuesta se puede dar, partiendo de esta anécdota ocurrida en Alemania, y que resulta tan actual en estos momentos de dolor y sufrimiento en nuestra nación.
Realmente es admirable el hecho de que miles de ciudadanos se encuentren trabajando incansablemente -de día y de noche- por rescatar a las víctimas debajo de los escombros de los edificios; el que oleadas de jóvenes y personas generosas participen activamente para llevar su ayuda a las numerosas instalaciones de acopio; otros muchos, entregando personalmente -en todas las zonas afectadas del país- víveres, ropa, medicamentos, asistencia médica, colaborando en la reconstrucción de las viviendas, etc.
Pero no ha sido sólo eso. En muchos casos los integrantes de las brigadas han brindado palabras de ánimo y de consuelo a quienes han padecido lesiones, heridas y pérdida de sus familiares y sus casas; han sido miles las elocuentes manifestaciones de verdadera fraternidad.
Por ejemplo, en los edificios caídos en la Ciudad de México, ubicados en las inmediaciones de las calles Gabriel Mancera y Eugenia, en la colonia del Valle, el dueño de una miscelánea cercana decidió no cobrarles a los brigadistas para que dispongan de líquidos y alimentos y continúen con su ingente labor. Y así tantos ejemplos.
Me edificó sobremanera observar a cientos de jóvenes y adultos –mujeres y hombres- descargando los víveres de enormes vehículos, coordinándose para ordenarlos y subirlos a otros camiones de carga y que sean llevados a las poblaciones donde más se requieran.
Antes de ponerse en marcha esos vehículos, los jóvenes escribieron con marcadores en los blancos costados de cada tráiler, emotivos mensajes de ánimo y solidaridad.
El lema: “¡Ustedes son mis brazos!” se ha convertido en una maravillosa realidad en nuestra patria, dando un inolvidable ejemplo a toda la ciudadanía y al resto del mundo.
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