El paso de novios a esposos no siempre se concreta de manera positiva, podemos caer en el error de ver al amor como costumbre y lastimar a nuestra pareja por falta de afectos de amor y cariño.
El amor en el matrimonio es como una plantita que se riega todos los días. Se debe tener siempre la ilusión de querer cada día más al cónyuge con sus virtudes, pero también con sus defectos.
Para ello es importante vivir los detalles pequeños en la convivencia cotidiana que cristalicen o manifiesten ese verdadero amor. Debe conllevar todos los cuidados y atenciones para que ese afecto nunca muera ni se avinagre o se vaya apagando con el paso del tiempo.
Una señora vecina me comentaba cierto día: “Cuando estábamos de novios, mi esposo tenía infinidad de detalles de delicadeza conmigo: me abría la puerta del coche, me acercaba la silla cuando me iba a sentar, me invitaba a cenar taquitos de carne asada –¡qué tanto me gustan!–, luego, íbamos al cine”. Y continuaba: “Con frecuencia me traía flores o algún regalo, como chocolates, dulces… ¡Pero a partir del día en que nos casamos, se acabaron todos esos detalles de cariño!”, comentaba con dolor y pena.
Para que el amor no pierda su lozanía, los esposos deben hacer un esfuerzo por mantener los mismos detalles que cuando eran novios, o quizá más, porque con los años se ha incrementado ese trato y cariño. Hay que evitar todo tipo de acostumbramientos para no caer en la insensibilidad, el olvido o la indiferencia, que constituyen como la tumba del verdadero amor.
En cierta ocasión, una madre de familia se quejó con su esposo porque notaba que no le manifestaba su afecto. Él le contestó secamente: “¿No te traigo el dinero quincena tras quincena? ¿No te llevo una vez al año de vacaciones? ¿No te acompaño al médico cuando te enfermas? ¿No te invito a comer a restaurantes algunos domingos? ¿Qué más quieres?”. Lo único que quería esa señora era que su marido le externara –al menos de vez en cuando– que la amaba; eso era todo.
Es admirable la anécdota que se cuenta del estadista alemán Otto Von Bismarck (1815-1898). Estaba casado con una mujer procedente de un modesto pueblo de Alemania y ella no pertenecía a la aristocracia.
Bismarck viajaba con mucha frecuencia y se entrevistaba con importantes personalidades, de ambos sexos, del mundo de la política, de la realeza, de la diplomacia, de la cultura…
En muchas ocasiones, ella no podía acompañarlo en esos viajes. Un día ella le externó, por carta, un temor que sentía: “¿No te olvidarás de mí que soy una provincianita, en medio de tus princesas y embajadoras?”. Él le respondió de modo contundente: “¿Olvidas que me he desposado contigo para amarte?”
Es decir, Bismarck no le dijo que se había casado con ella porque la amaba cuando eran novios o de recién casados, sino que le comunicó lo que pensaba sobre esa unión matrimonial, en el tiempo presente, y mirando
hacia el futuro: “Me he casado contigo para amarte por siempre”.
El amor debe ser una decisión para toda la vida. Al constituir un hogar y formar una familia se consolida una comunidad de vida en la que los esposos se comunican los anhelos más íntimos, como el procrear hijos y educarlos; las ilusiones, los ideales, la totalidad del ser y la existencia.
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