Durante el Concilio Vaticano II (del 11 de octubre de 1962 al 8 de diciembre de1965) fue promulgado el trascendental documento, titulado: Lumen Gentium (Luz de las gentes) por el papa Paulo VI (ahora santo, desde 2018), en el que afirmó solemnemente aquel inolvidable 9 de noviembre de 1964 —en unión con todos los padres conciliares— que todos los cristianos estamos llamados a la plenitud de vida cristiana, a la santidad, independientemente que sean clérigos, religiosos, misioneros. O bien, que seamos fieles laicos en medio del trabajo o del quehacer de todos los días (mujeres, hombres, solteros, viudos o casados). Esta fue una “revolucionaria” aportación de este célebre Concilio, entre otros muchos aspectos.
Juan Pablo II (ahora santo desde 2014), en 1981, escribió una encíclica En el ejercicio del trabajo (Laborem Excencens), documento que me parece extraordinario por su profundidad y riqueza teológica y fue escrita con ocasión del 90 aniversario de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII (1891). Juan Pablo II comienza haciendo sus propias aportaciones y reflexiones sobre la Doctrina Social de la Iglesia. En otra parte de su texto afirma que el trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida conyugal y constituye una verdadera vocación. Por ello, Jesucristo se pasó la casi totalidad de su vida laborando en un taller y aprendiendo de la amplia experiencia de san José como artesano o carpintero.
En el desarrollo del texto de la encíclica, el papa recuerda que en el capítulo primero del Génesis (primer libro de la Biblia), Adán fue colocado en el Jardín del Edén para que lo cultivase y cuidara de él. Luego entonces un importante aspecto del trabajo es continuar con la obra de la Creación.
También el papa Francisco, en su exhortación apostólica Gaudete et Exultate nos ha recordado la validez y la necesidad de retomar de nuevo esa llamada a ser santos en el contexto eclesial y cultural de nuestros días.
A partir del Taller de Nazaret donde Jesús, María y José, mediante su quehacer ordinario, nos han abierto un maravilloso camino sobre cómo debemos los cristianos imitar sus enseñanzas. Jesucristo y San José como trabajadores manuales y Santa María en sus quehaceres como Madre de ese Hogar.
De ninguna manera fue una época oscura y sin valor, sino todo lo contrario, es Luz que ilumina los días de las mujeres y los hombres de la actualidad y da un nuevo y pleno sentido a las actividades de cada jornada.
Sin embargo, para muchos fariseos y saduceos esos quehaceres los calificaban en tono burlesco y despectivo por considerarlas actividades sin relieve. En cambio, Juan Pablo II y Josemaría Escrivá de Balaguer, por inspiración divina, fundador del Opus Dei, un 2 de octubre de 1928 en Madrid y canonizado el 6 de octubre del 2002. (Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 39-56), nos comentan que la Sagrada Familia de Nazaret nos brindaron un insospechado mundo de plenitud de vida cristiana y Santa María testimonió la grandeza que tiene la vida ordinaria de una madre de familia en los quehaceres del hogar.
Reconozco que la primera vez que leí ambos documentos me impactaron hondamente y ha sido un tema frecuente en mis reflexiones, particularmente cuando estoy frente a la Eucaristía. Y cada vez que los medito, obtengo bastante provecho, porque nunca se me había ocurrido que en la realización del trabajo (sea empleada, oficinista, obrero o profesionista) se pudiesen cultivar y crecer en virtudes, como: orden, aprovechamiento del tiempo, exigencia personal para hacer rendir ese tiempo del que disponemos, tener un exigente horario de trabajo, aprender a jerarquizar los asuntos más importantes hasta los que no urgen y pueden esperar. Y, en ese esfuerzo, nos negamos caprichos, detalles de pereza y de desorden.
También es ocasión de vivir la fraternidad y delicadeza extrema con los que tratamos en el trabajo o en el hogar. Aunque, hay que destacar que desde el siglo pasado, cada vez se gradúan más mujeres profesionales y su desempeño laboral suele ser bastante sobresaliente e incluso más que algunos hombres. De tal manera que, con el marido, se distribuyen las tareas del hogar y la educación de los hijos.
Hace años, cuando no había leído ni meditado este par de inspiradores documentos, pensaba: “A los ojos de Dios, ¿qué importancia pueden tener los quehaceres sencillos, como: electricista, plomero, personal de limpieza de un edificio, pintor (de brocha gorda), empleado en un almacén, mecánico, etc.?” La respuesta la encontré, leyendo con pausa y atención, los textos mencionados porque ningún trabajo le es indiferente al Señor. Todo depende del Amor de Dios que se ponga en su realización. ¡Eso es lo importante y trascendental!
En cierta visita que hizo san Josemaría Escrivá de Balaguer les decía al rector y a los directivos de la Universidad de Navarra, en Pamplona (España), tienen que poner el empeño diario de trabajar con mucho Amor de Dios, de lo contrario, las personas que se encargan de la limpieza de esta universidad —mientras realizan sus jornadas diarias— pueden poner mucho más cariño al Señor y lograr tener una mayor santidad de vida “porque el trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor” (Es Cristo que pasa, n. 48).
Al concluir su encíclica, Juan Pablo II nos alienta a desarrollar una espiritualidad del trabajo y nos recomienda seguir los pasos de Jesús, artesano. En las últimas líneas lanza este Santo Papa una reflexión teológica con una profundidad sorprendente cuando afirma: “soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la Redención de la humanidad”.
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