El recuerdo que conservo de mi tía Catalina es el de una madre ejemplar, cariñosa, pero exigente y en plenitud de fortaleza.
Hace pocos días falleció mi tía Catalina, de 97 años en Navojoa, al sur del estado de Sonora. Tuvo siete hijos (5 varones y 2 mujeres), así como numerosos nietos y bisnietos y de todos ellos se sentía orgullosa.
Solía decirme: –Mira nomás que “percha” (cuerpo robusto y atlético) tienen mis hijos y mis nietos. ¡Es que tienen “la tripa sonorense”! –añadía sonriente y con buen humor.
A los 33 años tuvo una prueba muy dura. Falleció su esposo, mi tío Rafael, de cáncer, después de un largo y doloroso padecimiento. El resultado fue que, en plena juventud, se quedó viuda y con siete hijos qué alimentar y pagarles su educación.
Recuerdo que mi abuelo se apresuró a ayudarla en todos los aspectos y a brindarles escuela y universidad a mis primos, naturalmente, con los gastos pagados. Aunque el abuelo les exigía a todos que sacaran buenas calificaciones, particularmente los que entraban en la edad universitaria.
Sobre mi tía Catalina y mis primos, tengo grabada en mi mente infantil, las penurias económicas por las que pasaron. Porque solíamos ir a pasar los veranos, trasladándonos de Ciudad Obregón a Navojoa, y las comidas eran sencillas, modestas, eso sí, nutritivas: frijoles, tortillas, leche, quesos llamados “panela”, huevo, pinole, verduras y frutas de la estación.
Eran comidas sobrias, pero recuerdo que, en medio de esas limitaciones y privaciones, éramos profundamente felices porque reinaba un ambiente de alegría y buen humor.
Las hermanas de mi tía Catalina, vivían muy cerca y nos pasábamos tardes enteras jugando en el patio con los mil entretenimientos que se les pueden ocurrir a una chiquillada como de 25 primos. Todavía hace poco me comentaba una prima, madre de familia:
–¿Te acuerdas qué felices éramos en aquellos veranos jugando en el patio de mi casa utilizando sólo la creatividad y el ingenio? Y no teníamos celulares, ni tablets, ni laptops, ni videojuegos, ni iPads, ni iPhones… Cantábamos, bailábamos, inventábamos nuevos juegos, etc.
El recuerdo que conservo de mi tía Catalina es el de una madre ejemplar, cariñosa –daba su vida por cada uno de sus hijos– pero exigente y en plenitud de fortaleza, porque se daba cuenta que tenía que hacerla de “papá” y de “mamá”. Y el hecho de formar a sus siete hijos y encauzarlos por el buen camino, no era tarea fácil.
Actualmente, sus hijos son brillantes profesionistas, lo mismo que sus nietos. Y la familia ha crecido en forma considerable. Y sigue reinando la herencia que dejó la tía Catalina: el buen humor, el optimismo, la confianza en Dios y la alegría.
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