El insustituible papel del profesor

La preceptoría académica orienta al alumno acerca de su modo de estudiar, su orden y aprovechamiento del tiempo, su modo de convivir con sus compañeros de clase.



Hace unos días rememorábamos el “Día del Maestro”. En estos tiempos en que se habla y escribe tanto sobre la crisis de valores, consideraba que el papel del profesor resulta indispensable. No sólo para transmitir conocimientos a sus alumnos, sino también para brindarles una formación integral.

¿A qué me refiero? A que el alumno no sólo es un mero receptor de conocimientos, como un cerebro que sólo asimila ciencia y saber, sino también que requiere de una cuidadosa formación de su personalidad.

De ahí la importancia de una preceptoría académica que oriente al alumno acerca de su modo de estudiar, su orden y aprovechamiento del tiempo, su modo de convivir con sus compañeros de clase. Sobre cómo se comporta en su casa: si es respetuoso y obedece a sus padres; si es fraterno con sus hermanos; si atiende sus tareas escolares con prontitud; cómo vive las demás virtudes o valores humanos, etc.

Por ello, es muy recomendable que el profesor esté en contacto con los padres de familia de sus alumnos para orientarlos y ayudarles mejor.

Recuerdo que mis profesores de primaria mayor y secundaria tenían la costumbre de charlar con cierta frecuencia con mis padres con el objetivo de que fuera creciendo en ciertos aspectos de mi comportamiento. Preguntaban a mis padres sobre mi conducta en casa y en qué aspectos debería de mejorar. Algunas veces esas metas se centraban en pequeños detalles escolares; otras veces, en mi convivencia con mis padres y hermanos. Nunca sentí aquello como una imposición desagradable sino como amables sugerencias.

Ese común acuerdo servía para que mi formación fuera en una dirección precisa y con un rumbo bien definido.

Y es que cuando el niño llega a los doce años la persona crece tanto en cantidad como en calidad. No sólo en el aspecto físico, como aumento de talla, peso, estatura, sino también en sus capacidades mentales y fuerza física.

Aunado a esto, sobreviene un cambio en la forma de ser, una evolución en la personalidad. Es un nacimiento de “algo” en el ser humano y ese “algo” no es otra cosa que la propia intimidad.

El adolescente siente y experimenta que lleva algo en sí mismo que no pertenece a nadie, sino que es enteramente suyo. Es justo cuando sucede el descubrimiento del propio “yo”.

En esa etapa de la vida es importante orientar a los jóvenes para vencer su inseguridad y ordenar correctamente sus emociones, tomando en cuenta que es también el momento de la afirmación del “yo” y la autoafirmación de la personalidad. Es decir, el joven paulatinamente debe aprender a valerse por sí mismo.

En ese nivel del crecimiento se puede animar a los adolescentes a desarrollar cualidades intelectuales, como la oratoria, la música, la computación, ciencias exactas o saberes humanísticos. Porque de ahí puede nacer la simiente de su futura carrera profesional. O bien, en aspectos físicos como frecuentar un determinado deporte, de preferencia con la ayuda de un preceptor. Puede ser el futbol, el basquetbol o el atletismo como es la carrera de los 100 o 200 metros planos, carreras con obstáculos, recorrer mayores distancias, como 800 metros, un kilómetro. O incluso ilusionarlos con hacer una pequeña excursión por el bosque o en la ribera de un río o remar en un lago

Cuando la mente del joven está enfocada en este tipo de disciplinas se adquiere una estupenda salud mental y la posibilidad de desarrollarse aún más.

Viene a mi memoria el caso del personaje griego, Demóstenes, quien perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo que litigar para reivindicar su patrimonio.

En uno de esos juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria y a la política.

Pero el joven Demóstenes se enfrentaba con un gran obstáculo: sufría de “dislalia”. Es decir, de un trastorno en el lenguaje que se manifiesta en la dificultad para articular las palabras, debido a malformaciones o defectos en los órganos en que interviene el habla.

Parecía que su caso no tenía remedio. Pero gracias a los consejos de una persona sabia, a quien le tenía aprecio, le dijo con seguridad: “Recuerda que la paciencia te traerá el éxito. Practica mucho la oratoria.” Así que comenzó diariamente a ejercitarse en la oratoria con singular tenacidad. Se colocaba una piedrecilla debajo de la lengua y en la orilla del mar gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se oía clara y fuerte por encima del rumor de las olas.

También recitaba -casi a gritos- discursos y poesías para fortalecer su voz. En las ocasiones que tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes para analizar sus puntos débiles y fuertes.

Después de años de perseverancia, el joven Demóstenes -gracias al ánimo y estímulo de aquel sabio consejero- había profundizado de tal manera en el arte de la elocuencia que llegó a ser uno de los más brillantes oradores de Atenas y, en general, de la Antigüedad y sus discursos son valorados hasta nuestros días como los de Cicerón.

Son ejemplos valiosos para mostrar a los jóvenes sobre esa lucha tan necesaria para alcanzar sus propias metas. El célebre compositor, Franz Liszt, decía: “Si no hago mis ejercicios de piano un día, lo noto yo. Pero si los omito durante tres días, entonces lo nota el público”.

Por ello, en esa labor de preceptoría integral, reviste de particular importancia el fomentar la virtud de la perseverancia y la constancia. Y ante los errores personales, enseñarles a los alumnos a recomenzar con humildad y espíritu deportivo, obteniendo experiencia de esas caídas; que no son derrotas sino valiosos aprendizajes.

 

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* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de yoinfluyo.com

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