¿Podemos conservar la alegría en medio del dolor, de los sufrimientos morales, de los apuros económicos o padeciendo una penosa y grave enfermedad?
Indudablemente es algo arduo de comprender ya que no se puede ocultar que el dolor ‘duele’ –como escribía el autor inglés C. S. Lewis- y en no pocas ocasiones, se sufre de modo intenso. Porque en el paso por esta vida no faltan los tragos amargos, las duras pruebas, las situaciones difíciles…
En una sociedad en que se enaltece el placer por el placer mismo, donde se vive el materialismo hedonista a ultranza, basta con echar un vistazo a la publicidad y a los mensajes subliminales de algunos seriales de televisión o películas en los que se presenta un mundo ficticio donde se suceden un conjunto de placeres aparentemente inacabables con goces supuestamente interminables… Todo ese ambiente artificial, desde luego, no corresponde a la realidad cotidiana a la que las personas habitualmente se enfrentan por ello es que producen hartazgo o rechazo por su falsedad y vacuidad.
Es verdad que la vida ofrece placeres sanos y sensaciones de bienestar que brindan alegría y contento, pero paralelamente también se experimentan: la insatisfacción, la desazón, la molestia, el malestar… Son los normales claroscuros de la existencia humana.
¿Qué hacer entonces cuando, por ejemplo, se padece una enfermedad crónica e incurable? Algunos pensadores recomiendan simplemente: aceptar los males y contradicciones de la vida “con resignación”.
Hace muchos siglos, el filósofo Zenón de Citium, iniciador de la escuela Estoica, afirmaba que “el hombre debe de aceptar la fatalidad universal”. Esto se traduciría en no desear nada agradable; recibir con frialdad el dolor y, sobre todo, mantenerse imperturbable en la conducta. Ésta es la llamada “apatía estoica”. Este tipo de enfoques siempre me han parecido pobres y muy limitados, además de que no van de acuerdo con la naturaleza humana que busca y anhela la verdadera felicidad.
¿Cómo visualizar, entonces, en forma correcta, al problema del sufrimiento humano? La gran respuesta la da el cristianismo. Y es ésta: Jesucristo padeció y murió por amor a nosotros; por cada mujer y cada hombre de todos los tiempos y se dejó clavar en una cruz; sufrió hasta lo indecible para purificarnos de nuestros pecados. Con intenso dolor -mediante su Pasión y Muerte, y luego, con su gloriosa resurrección-, redimió a la humanidad entera y nos abrió las puertas del Cielo.
A partir de ese momento -tan trascendental en la historia del género humano-, el dolor ha dejado de significar una maldición, un hecho desafortunado, para convertirse en un camino de salvación de los hombres. Si el enfermo se une a los sufrimientos que tuvo Cristo en la cruz también se opera, de un modo maravilloso, una silenciosa pero real labor de colaboración en la Redención efectuada por Jesucristo.
Dicho en otras palabras, un enfermo puede estar ofreciendo todos sus sufrimientos y malestares por su esposa, sus hijos, sus familiares y amistades; por el Papa, la Iglesia, por las vocaciones y la santidad de los sacerdotes, religiosos y laicos; por los cristianos maltratados y perseguidos; por su país y la paz del mundo, ¡y por tantas cosas más! Es un purificador y eficaz modo de orar ante Dios.
He visto morir a muchos enfermos con una gran paz y alegría en medio de tremendos dolores porque habían descubierto el sentido trascendente y esperanzador del sufrimiento humano. Es decir, padecieron por amor siguiendo el ejemplo y los pasos del Maestro.
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