Dubrovski / Los relatos de Belkin

«La falta de valor es lo que menos perdona la gente moza, que suele ver en la bravura la cumbre de las virtudes humanas» (Alexánder Pushkin, “El disparo” en Los relatos de Belkin).


 Alexánder Pushkin


En mi columna anterior, señalé el cierre de mi breve ciclo de literatura rusa; sin embargo, vale la pena hablar de esta obra, quizá como una especie de “fuera de programa”.

Termino pues, ahora sí, este ciclo volviendo al punto de partida, enfrascado en la lectura del gran poeta Alexánder Pushkin, con un librito en una edición que recoge la novela corta Dubrovski y Los relatos de Belkin, colección de cinco cuentos extraordinarios. En la primera el lector se encontrará con una tragedia inconclusa, que fue publicada sólo de manera póstuma; sin embargo, de la trama se puede apreciar que prometía ser una verdadera obra maestra.

Kirila Petrovich Troekúrov y el señor Dubrovski solían ser dos buenos amigos, aun cuando el primero era un noble adinerado y el segundo un terrateniente que vivía modestamente de la exigua renta anual de sus tierras. Dicha amistad tenía algo de particular. El señor Troekúrov no sólo era un prepotente y dominante, a quien le gustaba someter a su poder hasta a la policía local, los jueces y los gendarmes, a fin de que todo obrara en su beneficio, sino que además tenía la afición de gastar bromas pesadas a sus amigos. El señor Dubrovski, sin embargo, poseía aquella franca personalidad que no se preocupaba del parecer discordante de sus amigos ni permitía nunca que se le hiciera una broma de la que él no pudiera exigir satisfacción. Kirila Petrovich Troekúrov lo sabía y apreciaba tanto a su amigo que nunca le jugó una broma ni se molestó por ninguna opinión expresada enfrente de él que fuera contraria a la suya. Algunos intentaron imitar la soltura y franqueza del señor Dubrovski, y terminaron mal, por lo que de ahí en adelante se volvían a sujetar sumisa y servilmente al tirano poder de Kirila Petrovich Troekúrov.

Todo cambió un día en que uno de los siervos de Troekúrov ofendió al señor Dubrovski, quien como satisfacción exigió que el siervo fuera a su casa a pedirle disculpas y que él vería si lo castigaba o no. Troekúrov se encolerizó al oír tal cosa, puesto que, eso sí, no iba a permitir que nadie dispusiera sobre cómo castigar a sus propios siervos.

Aquella solemne amistad se rompió, y Troekúrov buscaba el modo de vengarse de tal afrenta. Recordó que la casa del señor Dubrovski había pertenecido antes a su familia y supo que en un incendio acaecido algunos años atrás Dubrovski había perdido las escrituras. Comentó su intención y esos detalles con el asesor administrativo del pueblo, quien le dijo: «Siendo así las cosas, no hace falta nada más para que los jueces fallen a favor en su intención de arrebatarle esa casa al señor Dubrovski». Así pues, en un juicio se le arrebató la casa a Dubrovski, quien viendo que habían llegado muy lejos las cosas y que jamás se había visto nada semejante, cayó gravemente enfermo y estuvo en lecho de muerte.

Aquí es donde hace aparición el héroe de la historia. Viendo el ama de casa del señor Dubrovski que su amo estaba al borde de la muerte, mandó llamar a su hijo, el señorito Vladimir Serguéievich Dubrovski, quien a la sazón se encontraba en un regimiento militar en San Petersburgo. Aturdido por la noticia de su padre, el joven Dubrovski regresó pronto a su casa y permaneció ahí hasta que murió su padre. Al poco llegaron los gendarmes, la policía y administradores de parte de Troekúrov a exigir el desalojo de la casa. El joven Dubrovski entendió que si no podía ocupar legítimamente su casa, tampoco lo haría nadie más, y ocasionó un incendio para acabar con ella, mientras los policías, gendarmes y administradores dormían ahí después de haberse emborrachado. El joven Dubrovski huyó al bosque en compañía de los siervos de su casa, quienes no deseaban por nada convertirse en siervos del tirano Troekúrov, quien si no respetaba la vida de sus propios siervos y los castigaba duramente, mucho menos iba a respetar a siervos ajenos, a quienes no dudaría en desollar por el menor pretexto.

Viviendo, pues, en el bosque el joven Dubrovski junto con sus siervos se convirtieron en un bandolero con su banda de forajidos, que asaltaban pueblos, casa y caminos, pero sólo a aquellos que más tenían; a los pobres no les hacían nada. Mientras tanto el joven Dubrovski veía el modo de vengarse del señor Troekúrov por la muerte de su padre y la ruina de su fortuna.

Sin embargo, sus planes cambiaron cuando conoció a Masha, la hija única del señor Troekúrov, de quien se enamoró por su bondad y su singular belleza.

El ingenioso modo en que el joven Dubrovski estuvo a punto de acabar con la vida del despótico señor Troekúrov, el modo en que conoció a Masha y la causa por la que perdonó a su enemigo, la promesa que le hizo a su amada Masha y que no cumplió, la tragedia en que terminó el amor de los dos, y el destino que siguió a cada uno, lo dejo a la curiosidad del lector. Bastante ya tiene con lo que hasta aquí se ha contado.

Los relatos de Belkin, por su parte, son una serie de cinco cuentos en los que Pushkin inaugura lo que se llamará la «escuela natural», aquella que seguirán después grandes escritores rusos de la talla de Gógol, Tolstoi y Dostoievski. Dicho estilo literario nació del deseo de Pushkin de retratar lo más genuinamente posible el alma humana; propiamente la rusa, ésa que se conoce en el campo, en la gente sencilla, en su modo de hablar, su modo de sentir y de expresarse.

Dicho elemento fue lo que le permitió a Pushkin desarrollar ese humanismo que le caracteriza, no pesimista, sino realista, con anhelos de grandeza y de bondad. No por nada Belinski, el gran crítico de la literatura rusa, pudo decir que «ningún otro poeta ruso puede como Pushkin contribuir a la educación de los jóvenes, a la formación de sus sentimientos…» Y yo soy testigo de ello.

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