El libro Te vas haciendo hombre es una ventana para adentrarnos en otras lecturas, como las de Víctor Hugo, José Tissot o San Agustín.
El autor, Jean Vieujean, o mejor conocido por su pseudónimo Jean le Presbyter, Juan el presbítero, me es completamente desconocido. En realidad su libro, Te vas haciendo hombre, era a pesar de eso uno de los que hubiera querido leer antes de partir. Cuando digo “partir”, quiero significar aquel momento de mi vida que de alguna manera divide mi vida en dos, antes de mi viaje a Europa y después de él, en el año 2011. Primero que nada, la inquietud por leer ese libro era por un tipo de urgencia personal: yo sabía que había muchos aspectos de mi vida que tenía que madurar, que a pesar de tener más de dieciocho años no era una persona madura, había mucho que trabajar. Y de verdad lo quería. El título, entonces, del libro me atrapó completamente, pero no me di el tiempo ni la oportunidad para leerlo. Me fui de casa, a Europa, sin leerlo. Y sólo estando allá advertí que los antiguos monstruos que me persiguieron durante la infancia y la adolescencia, me seguían persiguiendo y me perseguían a donde quiera que fuera. Y tras caer y levantarme una y otra vez, un día en Roma volví a buscar ese libro con la esperanza de encontrarlo. Tendría ya, entonces, veintiséis o veintisiete años. Y sin embargo creí que todavía había muchos aspectos de mi vida que tenía que madurar y que había debido de haber madurado muchos años atrás. Pero prefería madurarlos más tarde que nunca. Pero a pesar de todo, nunca compré ese libro mientras estuve en Roma. Unos meses después me mudé a Alemania, y aunque me perseguía siempre la inquietud de conseguir el libro y leerlo, no lo hice. Después se dio la oportunidad de hacer un viaje de vacaciones de Navidad a mi casa, en México, y recordé que nosotros teníamos ese libro en casa. No compré entonces ese libro. Pero cuando llegué a casa, en el invierno del 2016, una de las primeras cosas que hice fue buscar ese libro y leerlo, porque yo esperaba que ahí hubiera un tipo de revelación para mí, algo que me ayudara a madurar los aspectos de mi vida que debí haber madurado cuando estaba alrededor de los dieciocho años y aun después de más de diez años no había madurado.
Así que encontré el libro en la biblioteca de la casa y me enfrasqué en su lectura. ¿Qué encontré ahí? Ante toda una exhortación. Creo que uno de los éxitos de un libro recae en la fuerza de su título. Hay autores que saber dar títulos contundentes a sus libros, como René Girard, Carlos Llano, san Agustín, etc. Y el libro que tenía ahora en manos estaba justo ahí porque el título me había cautivado. Me doy cuenta que así como me persiguieron, me perseguían y me persiguen antiguos monstruos en mi vida, así también me perseguían inquietudes por superarlos, ideas que de alguna manera se sembraban en mi vida y me tiraban hacia el lado opuesto hacia el cual me tiraban vicios y malos hábitos.
Terminé de leer el libro y quedé con una cierta satisfacción. Me sentí en poder de superar mis malos hábitos, los más terribles y siniestros que oscurecen mi vida. Pues alrededor de la lectura de este libro giraban otras lecturas, como la de la novela de Los Miserables, de Víctor Hugo, de la cual cada personaje me es significativo por la psicología tan detallada con que Víctor Hugo los reviste, y que revelan a veces en mí diversos aspectos de mi propio ser. Pero de todos aquellos personajes dos me resultan más conmovedores, el de Monseñor Myriel Bienvenido y el del Jean Valjean, y de estos dos aún prefiero este último, que es para mí por alguna razón un modelo de vida, aunque ficticio, que me hace creer que es posible la redención. En fin, si hay algo que me motiva y me mueve sigue siendo ese grito y llamado de hacerme un hombre cabal. Y el título del libro que ahora había terminado lo expresaba del modo más natural, humano y contundente: se trata de un irse haciendo hombre. Lo cual me hace poner los pies en la tierra y evitar cada que caigo en la cuenta de mis tendencias perfeccionistas que uno debe ser humano y considerado consigo mismo, y darse cuenta que toda nuestra vida es un proceso de crecimiento y de perfección, y que por tanto no debemos desanimarnos con nuestras flaquezas y caídas. ¿No es acaso ésta la esencia de lo que predicó otro autor en otro gran pequeño librito de espiritualidad? Ese era otro pequeño librito de pastas rojas que encontré también en casa y que sí tuve oportunidad de leer antes de partir a ese gran viaje hacia el viejo continente: El arte de aprovechar nuestras faltas, de José Tissot. Aunque para mí era muy claro su mensaje, para otros resultaba controvertido y polémico: ¿Cómo me va a resultar beneficiosa la mentalidad de pensar en sacar provecho de mis pecados? ¿No es acaso como querer lucrar con aquello con que no se debe lucrar y querer quizá hacer negocios con aquello que fue la trampa que nos puso el enemigo del alma y en la cual caímos? No es eso, en realidad, lo que quiere poner de manifiesto el autor de ese otro gran librito. El arte de aprovechar nuestras faltas es el aprender a ser más considerados y más humanos con nosotros mismo, el saber hacer con toda firmeza un firme propósito de rechazar el mal, pero sabiendo que somos hombres y no ángeles. En fin, ésta y otras lecturas de ese tipo alimentaron esa parte de mi espíritu con que leía ahora este libro: Te vas haciendo hombre.
Y de él al final de cuentas me quedé con una frase, que resume en parte toda esa inquietud y búsqueda que de alguna manera nunca deja de serlo, sino que permanece, puesto que como dijo san Agustín al inicio de sus Confesiones, nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios. Aquella frase que saqué del libro Te vas haciendo hombre era una metáfora del alma que en sus momentos de aridez se duele por no ser lo que advierte estar llamada a ser: «es el desierto que se lamenta por no ser pradera, dicen los árabes cuando escuchan gemir el simún [el viento cálido del desierto] sobre la arena». Y es que en ciertos momentos descubro aridez en mi alma, y me lamento por no ser pradera, puesto que sin embargo advierto que mi alma no está hecha para ser desierto, sino para florecer y dar fruto. Y esto último me lo recuerda otro libro que también me acompañó en mi juventud e incluso en mis primeros años de estudio en Roma, Tú serás Rey, del beato Anacleto González Flores. Porque, como él dice ya desde sus primeras páginas, a fuerza de insistir hemos renunciado al destino y a la herencia que se nos tenía reservada, que es la de ser reyes, reyes en primer lugar de nuestro destino, de nuestra voluntad y nuestra libertad, reyes al servicio del único Rey de este universo. Y es que es verdad; lo dice también otro escritor, Vittorio Messori, en su libro Leyendas negras de la Iglesia: la propaganda anticristiana, los enemigos de la Iglesia se han empeñado en reprocharnos y echarnos en cara que el cristianismo es responsable si no de todos al menos de la mayoría de los males en el mundo una y otra vez, que hemos terminado por aceptarlo y sentirnos avergonzados de nuestra propia historia, y lo han hecho tan bien y efectivamente, que ni nos preocupamos por revisar la historia ni en pasarle cuenta a ellos, que nos piden cuentas a nosotros, en donde advertiríamos que no es así, que los rastros que quedan por donde pasa el cristianismo, son dignos de admiración por la belleza con que deslumbrar. En fin, análogamente pasa con el hombre, con el ser hombre, y análogamente me pasa a mí, cuando me tengo que enfrentar a mi destino al advertirme en aquella encrucijada, que pone de manifiesto Erich Kahler al final de su libro ¿Qué es la historia?, entre la destrucción de la civilización que anida en mí y el resurgimiento de ella de entre sus cenizas; puesto que si hay un momento en que hay que tomar decisiones determinantes y decisivas para el curso de esta historia, para el ocaso o progreso de esa civilización, es éste.
En fin, había que escribir algo en relación con este libro o a partir de él, porque es significativo que no se esfumara la inquietud por leerlo a pesar del paso de los años, sino que perviviera, como la semilla buena que persiste junto a la cizaña, y que aun a pesar de todo, siga resonando en mí con toda su fuerza y su contundencia el título que lo reviste: Te vas haciendo hombre.
A manera de epílogo, sólo me queda decir que después de que terminé de leer ese libro, desapareció, no se le volvió a ver en casa. Le pregunté a mi hermano mayor por si se lo había llevado a su casa, pero no. Ni ninguno de mis otros hermanos lo vio. Y aunque lo busqué para hojearlo de nuevo, no lo volví a encontrar. Como si me hubiera estado esperando por años en casa, hasta que lo leyera, y una vez leído, desapareciera, ¿Por qué? No lo sé. Pero así se dio.
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