Novela teatral

«¡El dinero, el dinero! ¡Cuánto mal hay en el mundo por su culpa! Sólo pensamos en el dinero, pero ¿quién piensa en el alma?» (Mijaíl Bulgákov, Novela teatral)



Uno de los autores más emblemáticos de la literatura rusa de inicios del siglo XX fue un escritor que no era precisamente ruso ni escritor de profesión, sino médico, a saber Mijaíl A. Bulgákov, nacido en Kiev, capital de Ucrania, aunque en aquel entonces estaba sometida al Imperio Ruso, donde ejerció la medicina hasta los veintiochos años, cuando la abandonó para dedicarse a la escritura, trasladándose poco después a Moscú.

Su estilo es la sátira, el humorismo y la fantasía, llegando a plantear escenarios irreales en sus narraciones, y quizá su mayor estabilidad económica la encontró escribiendo y adaptando piezas para el teatro, lugar que será la materia principal de la obra de la que nos ocupamos ahora, la última por cierto que tenía nuestro autor entre manos hasta que murió en 1940, dejándola inconclusa, y que fue publicada póstumamente unos veinticinco años después.

Novela teatral es una novela corta que refleja la vida del teatro, su tumultuoso y hedonista ambiente, sus lados oscuros, sus lujos y glamour. Inicia con una advertencia previa, acerca de una carta que recibió el editor ficticio de esta novela sobre la última voluntad de Serguei Leóntievich, un desdichado escritor que se quitaba la vida arrojándose de un puente, pero antes dejaba al cuidado de dicho editor un paquete que contenía una novela, para que fuera corregida, editada y publicada.

En la novela, el personaje Serguei Leóntievich habla en primera persona y cuenta su arduo y fatigoso camino hacia la vida del teatro, pasando primero por los suntuosos círculos literarios, las pomposas reuniones de escritores, etcétera.

Serguei Leóntievich era un mal escritor que en un principio apenas y publicaba dos columnas en un periódico de Moscú, con lo que ganaba un sueldo miserable que no le alcanzaba sino para pagar la renta de un oscuro departamentillo, en el que vivía además un gato que al poco tiempo muere. Su sueño era llegar a ser escritor, gozar del codicioso renombre, de los placeres y del estatus social que proporcionaban los círculos literarios, pero más allá de eso era el hacer buena literatura. Y entre sus cuitas y penas de redactor de periódico y este gran sueño, un mal día renuncia a su puesto para meterse en la empresa de una novela, de la cual está apasionado y siente vivos entusiasmos.

Su fuente de inspiración son unas extrañas visiones que tiene entre la vigilia y el sueño, en las que ciertos personajes le aparecen y van representando una trama que luego él, Serguei Leóntievich, se limita a transcribir a pluma y papel, hasta que por fin un día logra terminar una novela, que trataba –en resumen– de un asesinato perpetrado en un invierno ruso.

Pues bien, nuestro Serguei Leóntievich se sentía satisfecho con su obra y la presenta a una editorial dándola a leer a sus críticos antes de su publicación. La crítica no se hace esperar y aquello le da un primer pase de entrada a los círculos literarios más exquisitos de Moscú, en donde se encuentra con escritores de gran talla y renombre, a los que Mijaíl Bulgákov describe del modo más plástico y cómico posible, haciendo resaltar las burdas extravagancias que suelen adornar a muchos afamados escritores, como ocurre siempre en el gremio de los artistas.

Así pues, críticos y escritores leen la novela del buen Serguei Leóntievich, que la encuentran por lo demás mala. Se hace notar que dicha crítica mordaz no es, sin embargo, directa, sino que poco a poco los críticos van buscando el modo de hacérselo saber al autor, en un modo hipócrita e insolente, viendo la tenacidad de Serguei Leóntievich de llevar adelante su obra hasta su publicación.

En fin, con cierta mezquindad se le hace saber a Serguei Leóntievich que su novela no saldrá adelante. Y con un dejo de frustración y caído en depresión, se vuelve para su lúgubre departamento. Al cabo de un tiempo la necesidad lo obliga a regresar al periódico en que escribía, y parece retornar a su antiguo estilo de vida oscuro y mediocre… hasta que un día le llega una misteriosa carta.

La carta provenía de un editor, en cuyas manos había caído por azares del destino la novela de Serguei Leóntievich, en la que le manifestaba su interés por ella, y le pedía que se presentara en las oficinas de cierto teatro, donde discutirían los términos de su publicación.

Aquel extraño suceso le abre un nuevo mundo a Serguei Leóntievich y le renueva las esperanzas de poder seguir con los boicoteados inicios de aquella entrañable carrera literaria. Serguei se presenta en el teatro, en donde la persona que lo cita le explica que quiere que su novela sea transformada en una obra de teatro, para que se presente ahí. Sin dudarlo dos veces, acepta el encargo y se pone a trabajar en su adaptación, lo que representa un gran reto. Y es aquí donde se involucra en aquella singular y pintoresca vida que es la del teatro detrás del telón.

No daré más detalles al lector, sino que lo invitaré a que sacie su curiosidad, si es que la hay, dedicando una tarde a la lectura de esta obrita, que bien vale la pena y que no le llevará justo más de un día para acabarla. Sólo retomaré el epígrafe de esta reseña, que es de una de las discusiones que tiene Serguei Leóntievich con el dueño del teatro, con quien riñe constantemente a causa de los pareceres discordantes y opiniones encontradas que se dan una y otra vez entre ellos. El dueño era un ricachón con agudo sentido de la vida del teatro y las posibilidades de una obra. Y hablando del pago que se le daría a Serguei por la adaptación y los derechos de su obra, que al final quería su autor que se llamara La nieve negra, por ser ése el color con que se pinta la nieve cubierta de sangre derramada, de repente el dueño del teatro le lanza un discurso moralizante, en donde sin querer de pronto le brotan resabios de verdad: «¡El dinero, –le dice– el dinero! ¡Cuánto mal hay en el mundo por su culpa! Sólo pensamos en el dinero, pero ¿quién piensa en el alma?».

El gran descubridor del alma fue Sócrates, según noticia del filósofo italiano Giovanni Reale. Y sin embargo, el alma ya estaba en el hombre desde su primera aparición en la tierra. Las pinturas rupestres de Altamira, esos magníficos bisontes y caballos, están datados entre los años 53,000 y 13,000 a. C., y un crítico dijo alguna vez que después de Altamira, el resto de la pintura era decadencia. Porque no sólo aquellos trazos eran magníficos, sino que la técnica y la disposición eran maestras. En el autor de Altamira habitaba ya un alma acabada. ¿Y cuánto tiempo se tuvo que espera para que se descubriera? Pero un buen día, en la Grecia Clásica se descubrió, por el quehacer de hombres como Sócrates, Platón, Aristóteles. Después vino el progreso, la revoluciones, la tecnología y las ciencias; la economía se desarrolló, y el hombre giró su mirada, y puso su atención en la obtención o acumulación de riquezas. Pero yo desde mi ingenuidad me pongo la pregunta que de repente le salió en un delirante diálogo al personaje imaginario de Mijaíl A. Bulgákov, haciendo un alarde sobre esa pobre ambición por el dinero: «¡El dinero, –me digo ahora yo– el dinero! ¡Cuánto mal hay en el mundo por su culpa! Sólo pensamos en el dinero, pero ¿quién piensa en el alma?».

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