Relatos de un cazador

«¿Quién ha visto nunca el alma de un semejante? El proverbio dice: “El alma de los otros es como la noche oscura”. Solamente Dios es verdaderamente bueno. Sí, Dios». (Iván Turguénev, “El miedo”, en Relatos de un cazador).


Iván Turguénev 


Jermolai es un cazador ruso, hombre serio y de pocas palabras, austero y fuerte, con la escopeta al hombro, acompañado de su perro Valetka; conoce como muy pocos los secretos del bosque; a veces pasa las noches debajo de un árbol, a veces entre la paja y el heno de un viejo molino. No se arredra ante las inclemencias del lugar y del tiempo. Ha visto más amaneceres y puestas de sol que ningún otro, y reconoce las aves del bosque por sus diferentes cantos. El cielo se pinta de diversos colores y la luz atraviesa por en medio de las ramas, los perfumes del bosque se dispersan en el aire, pero Jermolai no se inmuta y parece una estatua cuando tiene en la mira el blanco de su presa.

Tal es el compañero de caza del protagonista de esta obra en muchos de estos relatos, basados ciertamente en las propias experiencias del mismo Turguénev. Sin embargo, en otros cuentos se hace acompañar de personajes pintorescos tales como el enano Kasiano, quien a pesar de vivir en una «isba», es decir, una casa rural típicamente rusa, habla con ideas muy propias y hasta elevadas, y se comporta del modo más extraño. No por nada le habían apodado la Pulga, puesto que mientras atravesaba el bosque al lado de nuestro protagonista, iba brincando de aquí para allá, recogiendo hierbas medicinales, diciendo en voz baja ciertas palabras ininteligibles y admirando la naturaleza casi de un modo idolátrico y otras veces con sincera reverencia, como cuando, en un arranque de éxtasis irrumpe con las siguientes palabras: «¡Qué estepas! He ahí lugares para la admiración y la alegría del hombre. Allí el alma se eleva en alabanzas al Creador»

Es sabido que de los escritores rusos del siglo XIX, Turguénev fue el más europeísta, a diferencia de los eslavófilos clásicos como el grande León Tolstoi y Fiódor Dostoievski. Había estudiado literatura y filología en Moscú y en San Petersburgo, después hizo cursos de filosofía en Berlín, empapándose del idealismo de Hegel. Dicha experiencia lo marcó profundamente, llegando a pensar que en Rusia podría existir un modo de vida similar al europeo, basado en la libertad del pensamiento y la garantía de los derechos inalienables. Turguénev fue un crítico acérrimo de la esclavitud reinante todavía en la Rusia imperial de sus días. Mantuvo su admiración y apreció por Europa toda la vida. En su vida adulta prefirió vivir en Alemania o en Francia, donde finalmente murió y fue enterrado, el 3 de septiembre de 1883. Sin embargo, ningún ruso es capaz de abandonar ese espíritu que le caracteriza y que Turguénev refleja muy bien en estas narraciones.

La edición original consta de veinticinco cuentos, en los cuales es posible admirar la pluma maestra de nuestro autor, dibujando una realidad rusa bella por los encantos de la naturaleza y a la vez dura por la inflexibilidad de ella misma. Y no se trata sólo de lluvias torrenciales o de un crudo invierno, sino de las labores del hombre, sus anhelos incumplidos, su ineluctable destino. Así por ejemplo nos cuenta Turguénev la alegría de una taberna en donde dos campesinos enfrentan un duelo de canto, por ver quién de ellos resulta el mejor cantor (“Los cantores rusos”); en otro cuento retrata a una desdichada joven campesina enamorada de un muchacho altanero y prepotente, quien la enamoró para después abandonarla (“La cita”); también nos habla de un leñador que muere porque en un descuido le cae encima el árbol que estaba talando, rompiéndosele las extremidades (“La muerte”); a partir de lo cual Turguénev hace un breve excursus para explicar ese particular modo que tienen los rusos de enfrentar la muerte: con total entereza y sin dejo de miedo, lo que suele dar pie a una errada interpretación del carácter ruso, frío e insensible. No es así, y la prueba de ello son las manifestaciones artísticas y la religiosidad que embellecen a este pueblo eslavo.

No faltan, por supuesto, esas agudas observaciones que despuntan de vez en cuando aquí y allá en las páginas de la literatura rusa; observaciones que parecen no tener caducidad y que por alguna extraña razón describen muy bien incluso aspectos de una época como la nuestra, a dos siglos de distancia. Dice Turguénev por boca del señor Zverkov, un noble ruso, hombre instruido y que ocupaba altos cargos:

«Permítame usted, señor, comunicarle una observación. La nueva generación habla de todo y no sabe nada. Usted no conoce su país, porque emplea usted el tiempo en leer libros extranjeros. Por eso hace usted una sarta de razonamientos con respecto a esto y aquello.» (“Jermolai y la molinera”).

Después de este breve ciclo de literatura rusa, siguiendo los buenos preceptos, tal vez hablaré menos y me dedicaré a aprender más, e igualmente prometo que dedicaré un ciclo a la literatura mexicana y latinoamericana.

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