Durante más de un milenio, el mundo civilizado –que comprendía la totalidad de la Europa cristiana- vivió inmerso en un profundo teocentrismo o sea que todo giraba en torno a la idea de Dios.
Y fue así como, durante la Edad Media, en el nombre de Dios se luchaba contra el moro en España; en el nombre de Dios se edificaban maravillosas catedrales; en el nombre de Dios el rey ceñía la corona sobre sus sienes para gobernar mirando por el Bien Común de sus súbditos; en el nombre de Dios partían los cruzados a luchar en Tierra Santa; en el nombre de Dios se construían escuelas, orfanatorios, asilos y hospitales; en el nombre de Dios estudiaban los sabios para proclamar la Verdad desde las cátedras universitarias…
Todo se hacía en el nombre de Dios.
Sin embargo, en el siglo XIV algo empezó a cambiar…
Un mercader italiano que dejó el comercio para dedicarse a las letras fue el autor de una de las obras que han dejado una huella profunda en la Literatura Universal.
Dicho personaje fue Giovanni Boccaccio (1313-1375) y la obra es “El Decamerón” que es una colección de cien cuentos que durante diez días son contados por siete damas y tres caballeros que huyeron de la peste negra que asolaba Florencia en 1348.
En aquellos años de la Baja Edad Media la sociedad europea estaba viviendo un período de transición.
Aquellos años decadentes del siglo XIV cuando Boccaccio escribe y difunde su obra no poseen ya el idealismo de la centuria anterior sino que –debido a que surge la clase social de los mercaderes- el materialismo prosaico va dominando las mentalidades.
Quien lea los cien cuentos de “El Decamerón”, forzosamente, recibirá un mensaje negativo.
Y decimos esto por diversas razones: Porque la moraleja suele ser que los pícaros triunfan y quedan sin castigo en tanto que la gente honrada es presentada como estúpida; porque da consejos que fomentan la infidelidad conyugal; porque se burlan de monjas y frailes; porque alimenta sentimientos de odio y de venganza; y, en general porque se crea un ambiente de tibieza espiritual.
El caso fue que “El Decamerón”, al igual que muchas obras que vinieron después, contribuyó a cambiar la mentalidad de las generaciones que vinieron detrás.
Una obra que, al relajar las costumbres, fue preparando una mentalidad que mucho ayudó a los reformadores protestantes que llegarían en el siglo XVI.
El caso fue que, tras la llegada del Renacimiento que volvió los ojos a la antigüedad pagana, la sociedad dejó de ser teocéntricas para volverse antropocéntrica.
A partir de entonces, el centro de la vida social sería el hombre lleno de soberbia que, sometido por los instintos de la concupiscencia, sería capaz de cometer las peores barbaridades.
No nos cabe la menor duda de que si esta mentalidad antropocéntrica empezó a predominar en la sociedad ello en gran parte se debió a que encontró el terreno abonado por autores como Boccaccio que ayudaron a corromper las costumbres.
Y fue así como en los primeros años del siglo XVI nos encontramos con una serie de elementos nocivos que van a contribuir para que las ideas de Lutero, Calvino, Zwinglio y demás reformadores se propaguen como incendio en un pajar.
Uno de esos elementos que mucho contribuyó a la difusión de las nuevas ideas fue la invención de la imprenta, un artefacto que al ser neutro en sí mismo puede hacer mucho bien o mucho mal según la intención de quien lo maneje.
Antes de la invención de la imprenta, la cultura se refugiaba en los monasterios y se difundía gracias a los monjes amanuenses que copiaban los libros que caían en sus manos.
Ni duda cabe que, al ser monjes los copistas, ello implicaba una censura que impedía la difusión de ideas nocivas.
Pues bien –como arriba dijimos- cuando la imprenta aparece en el escenario, desaparece la censura y ello facilita que se impriman todo tipo de obras, no importando si eran morales o inmorales.
Y “El Decamerón” fue una de esas obras que, al circular sin el freno de la censura, llegó a todos los ambientes, corrompió criterios y fue causa de numerosos males.
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