Fue el domingo 28 de enero de este nuevo año de 2024 cuando la Plaza México –la más grande del mundo- registró el primer lleno total en este siglo XXI con más de 40 mil aficionados.
La fiesta brava, tan popular en México, es de raigambre netamente hispánica y prueba de ello es que en España destacan dos imponentes plazas de toros: Las Ventas, en Madrid y La Maestranza, en Sevilla.
No deja de ser significativo que España, nación tan aficionada a la fiesta taurina vea como su territorio adopta la forma de una piel de toro.
España es el país de la piel de toro.
España es la nación desde donde irradió hacia México y el resto de Hispanoamérica tan popular afición.
En España han destacado grandes toreros, entre los que sobresale Manuel Rodríguez “Manolete” muerto en la Plaza de Linares en agosto de 1947.
En México son numerosos quienes con letras de oro han inscrito sus nombres en la historia de la afición taurina.
En estos momentos viene a nuestra memoria un gran personaje: Silverio Pérez “el faraón de Texcoco” a quien el músico poeta Agustín Lara le compuso el paso doble que lleva el nombre del torero.
El caso es que la afición por las corridas de toros es algo que forma parte de la idiosincrasia de ambos pueblos.
Una vez expuesto lo anterior, diremos que nos parece un atentado a la libertad, una brutalidad el que grupos anti taurinos quieran imponer su visión en contra del sentir popular.
El tiempo en que las corridas de toros estuvieron prohibidas en México se generó un mayor deseo por la fiesta brava y prueba de ello es que –como al principio dijimos- en cuanto se levantó la prohibición, la Plaza México tuvo un lleno total.
Ni duda cabe que lo prohibido es siempre más apetitoso.
Quienes se oponen a las corridas de toros dicen que lo hacen porque son pacifistas y lo único que pretenden es salvar las vidas de los animales.
¿Pueden considerarse pacifistas unas turbas que agreden de palabra y obra a la gente que acude a ver una corrida?
Se dicen protectores de los animales unos sujetos que son violentos y a quienes no les importa recurrir a cualquier extremo con tal de imponerse.
En cambio la gente del público asistente (a quienes acusan de crueles y salvajes) son ciudadanos pacíficos que solamente piden sin violencia que se respete la libertad que tienen de asistir a un espectáculo.
Quienes exigen que con la fuerza policíaca y de manera antidemocrática se imponga la prohibición, también deberían de ser congruentes y para ello empezar por abstenerse de comer carne de pollo o chuletas de cerco que son también productos de animales sacrificados.
Y si a esas nos vamos, deseando proteger a los animales de la crueldad del ser humano, habrá que prohibir que se consuman productos del mar como peces, langostas, camarones, pulpo, etc.
Y si vamos aún más allá, intentando proteger a los seres vivos, deberían exigir que se prohíba también comer plantas, patatas, verduras, etc.
¿Nos damos cuenta de la absurda posición de estas turbas incontroladas?
Claro está que los jueces que en México sentenciaron la prohibición lo hicieron no tanto movidos por el amor a toros, sino más bien movidos por el complejo y el resentimiento ya que al ser los toros un espectáculo para personas de alto nivel económico, decidieron castigar a los ricos privándolos de dicha diversión.
En su ceguera ideológica no se dan cuenta de que en México cada corrida genera unos 30 millones de pesos, pone en actividad cerca de 400 negocios y da empleo a más de cinco mil personas.
A la vista de dichos números, sacamos por conclusión que son las clases medias y pequeños comerciantes quienes resultan más beneficiados.
Y para que se nos quite el amargo sabor de boca concluimos con una simpática anécdota que tuvo lugar el 5 de febrero de 1946.
Con motivo de la inauguración de la Plaza México, en entonces arzobispo de México, monseñor Luis María Martínez, bendijo el enorme recinto recorriéndolo en su totalidad mientras rociaba agua bendita.
Una vez que lo hubo hecho, dijo con aquel gracejo que solamente él poseía:
-No negarán que fui yo el primero en dar la vuelta al ruedo.
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