Los continuos atropellos que padecen hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, cubanos, haitianos y demás inmigrantes vulneran de manera flagrante el derecho a la libertad.
Cada vez que tenemos oportunidad de ver por televisión las escenas que presentan las penurias que sufren inmigrantes centroamericanos y del Caribe cuando intentan entrar a los Estados Unidos pasando por México, nos convencemos de que los derechos humanos de esos infelices son atropellados de una manera vil y vergonzosa.
Los derechos humanos son las condiciones indispensables para que el hombre pueda vivir con la dignidad que le corresponde a cualquier ser humano.
Variados y de muy diversa índole son los derechos humanos, de los cuales tres son los principales: Derecho a la vida, derecho a la propiedad y derecho a la libertad.
Consideramos que los continuos atropellos que padecen hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, cubanos, haitianos y demás inmigrantes vulneran de manera flagrante el derecho a la libertad.
Concretamente el derecho a la libertad de buscar un nivel de vida digna que, por diversas circunstancias, no pueden ofrecerles sus países de origen.
Desde luego que se nos parte el alma cuando vemos tantas familias desintegradas porque el padre logra cruzar el Río Bravo en tanto que su esposa e hijos quedan abandonados del lado mexicano expuestos a sufrir los peores atropellos.
Desde luego que se nos parte el alma cuando vemos como esos infelices que ningún delito han cometido son metidos a la fuerza en nauseabundos vagones de ferrocarril recibiendo un trato mucho peor que el que recibiría un cargamento de reses o de cerdos.
¿Dónde quedaron esos adalides que con tanto ardor pregonan que se respeten los derechos humanos?
¿Acaso sólo piden respeto a los derechos humanos cuando se trata de desestabilizar algún gobierno que está atravesando por los niveles más bajos de popularidad?
Esos infelices –hermanos nuestros porque profesan nuestra fe y hablan nuestro idioma- son vistos con la misma repugnancia con que se ve a un leproso. No solamente evitan su presencia, sino que –si ello fuese posible- los eliminarían como se elimina a un perro rabioso.
Qué triste resulta ver cómo se olvidan las lecciones de la Historia.
Y es que –aunque algunos lo nieguen- la inmensa mayoría de esos famélicos inmigrantes que cruzan el río Suchiate y que pretenden llegar a la frontera norte son gente nuestra.
Son gente nuestra porque –aunque algunos lo nieguen- forman parte de ese variado mosaico multicolor que integran los pueblos hispánicos.
Y es que todo aquel hispanoamericano que se exprese en español y que profese la fe católica es parte de nosotros mismos, no importando que venga desde el más remoto rincón del Continente de la Esperanza.
Son tan parte nuestra como en México lo es alguien nacido en Puebla, Michoacán, Chiapas o Nuevo León.
Son tan parte nuestra como en España lo es alguien nacido en Santander, Madrid, Sevilla o Zaragoza.
Y para mayor abundamiento: Que no se nos olvide que hubo un tiempo en que toda Centroamérica fue parte de México. Una vez que don Agustín de Iturbide logró la Independencia, la nueva nación se extendía desde el paralelo 42 en la Alta California hasta las actuales fronteras entre Costa Rica y Panamá.
Según esto, los hondureños, nicaragüenses, salvadoreños y demás centroamericanos que, desesperados, buscan entrar en los Estados Unidos no hacen más que intentar el regreso a un territorio que antaño fue habitado por sus antepasados.
Y lo mismo podemos decir de todas las naciones que en siglos pasados formaron parte del Imperio Español y entre las que se encuentran Cuba, Dominicana, Bolivia, Perú, Paraguay y un largo etcétera.
Concluimos este comentario citando un afortunado juicio de José Vasconcelos:
“Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles” (La raza cósmica. Espasa-Calpe Mexicana. Página 18)
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