Los viajes se constituyen en vivencias intencionadas que, en su mejor expresión, enriquecen nuestro conocimiento de la complejidad del mundo y sus culturas y producen vínculos sensibles multifactoriales.
Viajar es un rompimiento. Es un acto que arranca con la variación de la cotidianidad y que coloca al sujeto en una soltura determinada para recorrer una distancia.
Pueden ser muchos o pocos kilómetros. Pueden cruzarse fronteras o no. El viaje no es un traslado simple, es una disposición al encuentro con otras latitudes, ambientes, formas, historias, personas y alimentos.
En su conceptualización más amplia, el viaje inicia en el momento en que alguien lo propone. Se previaja en la investigación y decisión de opciones. Se viaja en una ventana de tiempo en la que influyen muchas cosas. Y se posviaja en la conversación y el recuerdo casuístico.
Si en su esencia un viaje es una vivencia personalísima, ¿qué debemos procurar para permitirnos el asombro espontáneo y la maximización de la experiencia? Aquí tres puntos para la reflexión:
1) Evitemos la tiranía del perfeccionismo.- Todo viaje se vive entre la planeación maximizada y la improvisación obligada. Jerarquizamos nuestras preferencias y armonizamos lo mejor posible nuestras posibilidades.
Pero los imponderables son parte intrínseca de más de un viaje. Y son la disposición emocional correcta y la habilidad para administrar opciones las que nos permiten procurar el resultado deseado concientizando la complejidad del proceso.
2) Permitámonos la curiosidad en su expresión más simple.- Escuchemos los sonidos y las conversaciones. Observemos la belleza de lo natural y los rasgos de la construcción del hombre. Leamos lo que el sitio tenga que ofrecernos y percibamos el ambiente en su máxima expresión.
Pero por encima de todo lo anterior, ejerzamos en plenitud el arte de hacer preguntas que nos permitan entender por qué ahí las cosas fueron como fueron o son como son.
3) Impregnémonos de diferentes elementos culturales.- Y es que no se sale de viaje para extrañar voluntariamente lo que se dejó, sino para aproximarnos con lo distinto y crecer la frontera de nuestra compresión y disfrute.
Alimentados por la curiosidad, conversemos, interactuemos, convivamos con destreza y respeto con los locales. Dejemos que las palabras detonen conexiones y estas produzcan momentos sensitivos relevantes.
Viajamos por múltiples razones. En este siglo, el ser humano viaja a más lugares, con frecuencias mayores y a más latitudes. Y aun cuando la era digital nos permite viajar reconociendo lugares y haciéndonos sentir familiarizados, pocas cosas superan la agradable sensación de llegar a un sitio –que nos es novedoso– con la emoción por descubrir lo que el lugar tenga que ofrecernos.
Los viajes –al presupuesto de cada quien– se constituyen en vivencias intencionadas que, en su mejor expresión, enriquecen nuestro conocimiento de la complejidad del mundo y sus culturas y producen vínculos sensibles multifactoriales.
“Hay que trabajar el asombro desde lo cotidiano” le escuché decir hace poco al filósofo español José Carlos Ruiz Sánchez. Y sí. Nada más recomendable para el ser humano que un perpetuo deseo de conocer lo que hay más allá los límites de su cotidianidad en un buen y bien trabajado viaje.
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