El problema no es tener múltiples intereses directa o potencialmente conflictuados, sino la forma como el individuo y su organización se conducen cuando éstos se presentan y se reconocen.
Todos tenemos intereses en la vida. Y no me refiero a aquello que hace que a las personas nos importe alguna cuestión, sino a motivaciones –más allá de lo espiritual o humanitario– que nos permiten obtener un provecho concreto (bienes materiales, dinero, favores).
Tardamos poco en el ejercicio de la vida profesional en aprender a identificar nuestros intereses personales (primarios y secundarios). Un poco más en tener claros los intereses institucionales a procurar.
Cuando hay armonización de intereses, la vida es perfecta. Pero cuando se nos presenta una situación en que compiten o se contraponen; o bien, cuando nuestro juicio (sobre un interés institucional) y la integridad de una acción tienden a estar indebidamente influidos por un interés distinto (de tipo económico o personal) estamos ante lo que se denomina Conflicto de Interés.
Los conflictos de interés involucran relaciones duales: una persona en una posición con una relación y otra relación en otra situación. Se presentan en distintas formas. Por ejemplo:
• Un funcionario cuyos intereses personales pueden conflictuarse con sus intereses profesionales o institucionales.
• Un individuo que ocupa una posición de autoridad en una institución o empresa y que puede tener intereses en otra organización.
• Una persona que tiene dos o más responsabilidades conflictuadas.
Ahora bien, el problema no es tener múltiples intereses directa o potencialmente conflictuados, sino la forma como el individuo y su organización se conducen cuando éstos se presentan y se reconocen.
Y es que aun cuando la honorabilidad de un sujeto no esté en duda o el propio individuo afirme que siempre sobrepondrá el interés institucional tutelado a sus intereses individuales, dado que cualquier parte interesada pudiera argumentar que hay riesgos de que así no sea, se debe actuar con transparencia y cuidado especial.
Aunque cada caso se debe analizar en su respectivo contexto, hay 3 acciones que suelen estar alineadas a las mejores prácticas corporativas:
1) Transparentar el conflicto de interés frente a quien le corresponda conocerlo.- Sean el resto de integrantes del órgano colegiado, sea la autoridad encargada de conocerlo, sea a las partes interesadas (ejemplo, el cliente, tus jefes o los accionistas). Esconder el conflicto real o potencial de interés invita a cualquiera a presuponer que se quería mal actuar.
2) Dejar registro documental de su reporte oportuno.- Si bien revelarlo es un buen inicio, documentarlo es vital. Cualquiera que se sienta afectado por una decisión, argumentará que padeció una resolución sesgada. Los conflictos de interés deben quedar registrados en reportes, actas o declaraciones y actualizados en el tiempo según evolucionen o se extingan.
3) Excusarte de conocer o votar casos en los que has reconocido estar conflictuado.- La revelación asume que tu mejor juicio puede estar inapropiadamente afectado. Ello obliga a no involucrarte en la discusión formal del tema, ni a emitir un voto o decisión en determinado sentido. La organización deberá encontrar la forma de procesar el asunto en tu ausencia.
Quienes pertenecemos a consejos de administración u órganos de autoridad debemos evitar –al límite de nuestra capacidad– que alguien dude que estamos actuando en el mejor interés de la empresa o institución. Cada acto debe reafirmar nuestra responsabilidad sobre los asuntos de terceros, es decir, nuestra obligación fiduciaria. Debemos conducirnos con lo que los anglosajones llaman duty of loyalty.
Y ojo, el conflicto de interés puede resultar no ser conflicto. Pero si parece, debe ser tratado como un asunto en sí mismo. La máxima del tema afirma: para evitar conflictos de interés, es sumamente importante evitar la apariencia de un conflicto.
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