Lo cotidiano nos hizo tocar la vida diaria, nos dio la muestra de lo que es la corresponsabilidad y la solidaridad entre nosotros y con la salud de nuestro país.
Para todo el personal de salud.
“La mascarilla de Job” es un artículo que leí con mi familia. Es un escrito hermoso, breve y sencillo de la religiosa Dolores Aleixandre. Inicia con una cita del libro de Job: “Me taparé la boca con la mano. Me siento pequeño, ¿qué replicaré?”.
En un mundo que exige planeación, que coloca nuestras seguridades en la tecnología, que estudia la postverdad, en un mundo en el que el consumismo parece una carrera al infinito, de pronto apareció una verdad: el coronavirus se contagia a toda velocidad, ha detenido al planeta y, sin haberlo planeado, volvimos a mirar lo básico. Dice la religiosa Aleixandre que, cuando nadie pudo explicar de dónde venía el virus, nos preguntamos despavoridos: “¿y qué podemos hacer?” La respuesta fue más simple de lo que creíamos: lávense las manos, al toser o al estornudar, ¡ah! y tápense la boca con un kleenex y tírenlo. Estornuden dirigiéndose al antebrazo y, por favor, usen cubrebocas. “Lo mismo que hizo Job”.
Así fue como entramos de nuevo a la cotidianidad, a nuestra vida diaria, para darnos cuenta de todo lo que habíamos olvidado, para que viéramos con humildad nuestra pequeñez y para caer en la cuenta que, a veces, cumplir con el deber se convierte en la acción indispensable.
Aristóteles cuenta que Heráclito estaba en su casa, a un lado del fogón para calentarse del frío. Llegaron unos visitantes para conocerle. Cuando vieron la escena, se decepcionaron porque esperaban ver algo más apegado a la grandeza que a la normalidad. Heráclito se dio cuenta de la reacción y les tuvo que decir “pasen, pasen, que aquí también viven los dioses”. Esta historia es, ¡la reivindicación de la cotidianidad!, dice Josep María Esquirol.
Si algo hemos aprendido en este aislamiento que estamos obligados a llevar a cabo (los que podemos), es a encontrar en lo cotidiano razones para nuestra vida. No paso por alto la sufrida realidad de “casas” en las que se agudiza la violencia intrafamiliar, a la que también debe prestar atención el Estado en estos momentos, por eso, la prevención y atención a la violencia contra las mujeres sigue siendo primordial. Pero seguiremos hablando de las bondades.
En el aislamiento obligatorio, hemos regresado a lo cotidiano, a descubrir la vida diaria con nosotros mismos o con nuestra familia, a darnos cuenta de que nuestro prójimo —más próximo — comparte preocupaciones, nuestras pláticas responden a algo más que narrar lo hecho en el día (porque nadie se ha movido), es con ellos con quienes compartimos el dolor de quien no debió morir. Hoy valoramos más a la abuela que no podemos ver, a los amigos de siempre que no eran los de la oficina, al buen vecino, a nuestros estudiantes que toman clase a través de una plataforma que los maestros apenas empezamos a conocer. Lo cotidiano nos hizo tocar la vida diaria, nos dio la muestra de lo que es la corresponsabilidad y la solidaridad entre nosotros y con la salud de nuestro país.
Lo cotidiano también nos trajo una nueva mirada hacia quienes cuentan y que no veíamos: enfermeras, personal de limpieza de hospitales y clínicas, médicos, doctoras, farmacéuticos, camilleros, tantos y tantos que dan la vida todos los días por nosotros y cuya vocación de servicio los ha llevado al límite.
Descubrimos también nuestra espiritualidad. Este virus nos hizo mirar al cielo. Quizás entenderemos que la fe no nos quitará el dolor, ni nos ahorrará el sufrimiento, pero nos sostendrá en la Esperanza para poder vencer el dolor que nos ocasiona uno de los seres más pequeños del planeta, uno que ni se ve. Pero la Esperanza no debe servirnos para escondernos sino para abrir los ojos, recuperar las fuerzas, para darle al futuro un nuevo sentido, más humano, más espiritual, más solidario.
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