Con la pandemia, tenemos que replantearnos cambios en términos de políticas públicas y darle al futuro un nuevo sentido más humano.
Iba a escribir sobre el interesante documento que publicó el INEGI con motivo de los resultados básicos del censo del 2020, pero me detuvo el dolor que implica leer cifras que Liébano Sáenz resume así: “En 30 días de enero han ocurrido 32,270 decesos; sólo en los últimos 5 días se acumularon 7,801. Este mes cerrará con cerca de 44 mil contagios. Noviembre cerró con 188,581 y diciembre con 312,551. La curva va en franco crecimiento vertical”. Es ya un lugar común recordar que detrás de esas cifras hay personas y, con ellas, millones de familias mexicanas que con dolor viven estos días y que debemos hacerlo nuestro. Sólo la semana pasada murieron familiares de gente cercana a nosotros; resalto tres: el padre de dos amigas —Norma y Mary Ross— y la querida esposa de un amigo —José Luis, quien también tiene COVID. A las tres personas las conozco por mi vida política, pero también porque ellas son ejemplo de servicio y de lucha por un México mejor.
El padre de Norma, Víctor, murió a los pocos días que había fallecido su mamá. Formaron una familia de buenos mexicanos. Me consta el drama que vivieron buscando la admisión en hospitales mientras el gobierno decía que “sí hay camas”; me platicaron la aventura que significaba cargar el oxígeno, distribuir tanques de oxígeno entre la familia y tener a familiares en distintos lugares. Ese horror tiene miles de nombres, miles de mexicanas y mexicanos que piden que les admitan a su familiar en un hospital, que se los regresan a casa para ahí atenderlos y proporcionarles oxígeno y medicinas carísimas. Desesperación sería la palabra si su situación pudiera expresarse con el lenguaje.
José Luis y su esposa se contagiaron y, sobra decir, no encontraron lugar en ningún hospital. Se atendieron en su casa con la ayuda de sus hijas que han tenido que hacer muchos sacrificios. La familia también estuvo en ese peregrinar que ni siquiera termina con la muerte porque todavía falta un tramo más de dolor ya que hay que encontrar espacio para el entierro o la cremación.
Mary Ross es una mujer que, como Norma y casi todas las mujeres, es capaz de trabajar y de luchar mientras sufre. Su padre, Don Alberto Pellico, era un verdadero constructor del bien común. Cuando este falleció, Mary publicó un tuit en el que daba a conocer con tristeza que su padre moría a causa del COVID. Y, aunque duela, —dijo— “con otro gobierno seguramente seguiría vivo”. Entre todas las dudas que genera la pandemia, queda la certeza de que en el gobierno no se siguió la estrategia adecuada que pudo haber evitado estas muertes innecesarias.
Hace exactamente un año escuché de un amigo sacerdote la homilía con motivo del funeral de su madre. Decía que, cuando despedimos a un ser tan querido también nos replanteamos nuestra experiencia de vida y nos preguntamos ¿ahora qué vamos a hacer? Así es: ¿Qué vamos a hacer quienes aquí nos quedamos? Después de tanta tragedia no podemos seguir igual. Ojalá el gobierno pusiera las condiciones para poder ayudar a las donatarias y a las organizaciones sociales que tanto desprecia para que se reunieran para actuar particularmente con las familias. No estaría mal, en medio del caos, seguir la sugerencia de Max Kaiser para que el dolor que hacemos nuestro se transforme en una acción organizada para distribuir de manera efectiva el poco dinero que se recaude, para que no salga tan caro el oxígeno, para que no sea imposible comprar la medicina, para pagar algo del servicio funerario, para redistribuir tanques de oxígeno que ya no se utilizan, para poder generar empleo temporal. Con lo que estamos viviendo, tenemos que replantearnos muchas cosas y no sólo con respecto al cambio que necesitamos en términos de políticas públicas, sino también para que nuestra ayuda sea más eficaz y de una vez por todas le demos al futuro un nuevo sentido más humano, más solidario.
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