Depende de cada uno de nosotros cómo enfrentemos la catástrofe educativa que “ahí viene”. Ante la ausencia de un gobierno que no parece importarle, corresponde a nosotros escuchar a los expertos y promover cambios.
¡Ahí viene! La catástrofe educativa. No queremos hablar de ello, pero lo sabemos. Parece que apenas la semana pasada caímos en la cuenta de que ya llevamos un año sin clases presenciales, un año en el que millones de niños, niñas, adolescentes y jóvenes no pueden acudir a clases en sus escuelas. Esto indiscutiblemente representa un deterioro en el aprendizaje de las generaciones en las que más tendríamos que invertir en nuestro país. Lo sabemos, a la crisis de salud y de empleo tenemos que agregar la catástrofe educativa. Ahí viene, lo vivimos todos salvo el gobierno mexicano que no planeó nada; todo ello en perjuicio, por cierto, de los más pobres de nuestro país.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) realizó una “Encuesta para la Medición del Impacto COVID-19 en la Educación (ECOVID-ED) 2020”, a fin de conocer el impacto de la cancelación provisional de clases presenciales durante la pandemia. El estudio fue enfocado a estudiantes que tienen entre 3 a 29 años. Del comunicado, publicado el pasado 23 de marzo por parte del Inegi, resaltó algunos datos que son suficientes para darnos cuenta de la enorme debilidad:
1.- 1.8 millones de estudiantes no continuaron con sus estudios o desertaron del sistema educativo, debido a la pandemia por la COVID-19 o debido a la falta de recursos económicos.
2.- De los encuestados, el 55.7% de los estudiantes en educación superior usó de la computadora portátil como herramienta para recibir clases, mientras que 70.2% de los alumnos de primaria utilizó un celular inteligente (lo que eso signifique).
3.- 58.3% de los encuestados opina que a distancia no se aprende o se aprende menos que de manera presencial. Más de la cuarta parte señala que es muy difícil el seguimiento del aprendizaje y que se complica más por la falta de capacidad técnica o habilidad pedagógica de padres o tutores para transmitir los conocimientos.
Una reflexión rápida nos permite explicar esos tres puntos: ¿Por qué va a continuar en un curso un niño o una niña que no tiene acceso a internet, o que no sabe si lo tiene por la falta de dispositivos electrónicos que le permitan conectarse? ¿Hay alguien que crea que un niño de primaria puede seguir adecuadamente una clase a distancia a través de un celular? ¿Una madre o un padre de familia estaba preparado para apoyar durante las clases a sus hijos o un maestro para impartir una clase como si fuera presencial?
Uno puede dar muchas explicaciones a estos números de deserción escolar y al deterioro del aprendizaje, lo que es increíble es la falta de respuesta del gobierno. Nos encontramos frente a estos datos totalmente desarmados como país: sin recursos económicos, porque el partido-gobierno de Morena no aumentó ni un peso al presupuesto de educación para este ciclo escolar; sin planeación alguna que permita hacer una intervención efectiva en las escuelas y tomar decisiones al respecto; sin infraestructura tecnológica para el internet y para plataformas digitales; sin la elaboración de proyectos que permita revisar los modelos híbridos o combinados para acceder con protocolos especiales a las clases presenciales y sin diagnóstico adecuado. En fin, lo que hay son sólo algunos datos que ni siquiera se ha tomado en cuenta, por ejemplo, la realidad de los estudiantes con discapacidad.
Además de la falta de voluntad y compromiso, el gobierno ha perdido la iniciativa y la creatividad, así es que la esperanza radica más bien en la ayuda que puedan brindar universidades, investigadores, académicos e instituciones no gubernamentales. He podido encontrar interesantes propuestas: en este mes se publicaron, en la Revista Nexos, las propuestas contenidas en el artículo de Rafael de Hoyos o la participación en redes de Alma Maldonado, los protocolos publicados por UNICEF o proyectos como el de la Universidad Iberoamericana, además de conferencias impartidas por especialistas como Álvaro de Vicente y Miguel Brechner (quien diseñó y llevó a cabo el plan Ceibal en Uruguay).
Hay mucho que decir sobre lo que no se hizo, pero la urgencia nos obliga a mirar hacia el futuro, un futuro que parece sombrío y que tenemos que cambiar. Mejor será reconocer la catástrofe, hacer los diagnósticos correctos para trabajar en un plan de recuperación del aprendizaje perdido. Desde luego que la recuperación no puede ser sólo de información, se trata de una educación integral que ponga en el centro a la persona.
Depende de cada uno de nosotros cómo enfrentemos la catástrofe educativa que “ahí viene”. Ante la ausencia de un gobierno que no parece importarle, corresponde a nosotros escuchar a los expertos y promover cambios y programas que la hagan menos ominosa y que nos permitan rescatar la formación de los jóvenes que habrán de heredar este país.
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