El imperio romano es uno de los más admirables y del cual aún gozamos de muchos de sus beneficios. Verdaderamente osados, emprendedores, con un sistema administrativo y jurídico visionario. Aun en la actualidad nos enorgullecemos de su herencia en muchos aspectos del mundo civil y del religioso. No podemos ignorar la majestad de sus acueductos, que vislumbramos en los campos de Europa y América, por ejemplo.
En la etapa de expansión y de apogeo se caracterizan por ser un pueblo profundamente familiar. Aunque siempre hay excepciones no debemos secundar a quienes las magnifican y con ello fomentan el desencanto. La cohesión familiar salvó la herencia romana y facilitó la adopción de los valores cristianos, y allí está el vigor de la cultura occidental.
Tenemos muchos testimonios, en distintas partes de Europa, de persecución contra la herencia cristiana, en muchas regiones es por indiferencia, en otras es por auténtico odio. Sin esa fortaleza las consecuencias son devastadoras: personas individualistas, agresivas, desencantadas. Desconocen que la familia cristiana tiene el medicamento contra esos males.
La Navidad nos pone el modelo de toda familia: María y José con Jesús niño. Cada uno asume su responsabilidad y sus actitudes siempre son beneficios que fortalecen su unión. Y si los contemplamos e imitamos, nuestra propia familia también mejorará. Más aún se fortalecerá, si en ella ponemos a Jesús también en el centro.
Con este formato de familia atacaremos frontalmente el individualismo, la agresividad y el desencanto. Cada persona encontrará fácilmente resortes que la alejen de esas posturas enfermizas. Con el trato cercano a los otros miembros de la familia podremos descubrir algunas de sus necesidades y si nos ingeniamos para ayudarles a resolverlas, caerán fácilmente el individualismo y la indiferencia.
La agresividad desaparecerá porque cuando otra persona nos presta atención aflora la convicción de contar con el interés de otra persona y eso provoca simpatía, cercanía, agradecimiento. De algún modo se rompen barreras. El alma se serena y eso inicia los deseos de arreglar los problemas sin controversias ni resentimientos. La compañía siempre es mejor que la soledad.
Una buena compañía provoca el diálogo, y en ese intercambio de ideas se pueden encontrar soluciones a los problemas. El desencanto se minimizará debido al desahogo en cada conversación y con ese estado de ánimo será más fácil idear otras soluciones, si tampoco se acierta siempre está la posibilidad de entablar otra conversación, y así sucesivamente hasta dar con la solución.
No podemos ignorar la evidencia de tantas fracturas familiares, llevamos décadas con hijos que sufren las consecuencias de convivir con padre y madre separados y con nuevas uniones. El modo de reaccionar es muy variado, pero en el fondo los hijos dudan de la posibilidad de establecer relaciones conyugales duraderas. Y así de generación en generación hemos llegado a no desear contraer nupcias.
En estas circunstancias, la familia cristiana es la respuesta a la sociedad actual. El catolicismo nunca ha dejado de afirmar que la familia se funda en el matrimonio de un hombre con una mujer y para siempre. Los contrayentes cristianos han de recuperar esta realidad, aunque hayan tenido otras experiencias. Tienen ese tesoro en sus manos y lo han de hacer realidad.
La comunión familiar es un verdadero antídoto contra tanto mal de nuestro tiempo, pero como el ambiente es tan adverso se espera de la familia extensa un auténtico apoyo para que las jóvenes parejas puedan sortear las dificultades que no les faltarán. Ser conscientes de esta realidad es un aliciente para frenar tantos desajustes sociales.
La familia cristiana tiene una misión que viene de Dios, es propagar la especie humana y hacer de la faz de la Tierra un lugar de paz, de cooperación y de auténtica fraternidad. Como esto no es fácil porque brotan muchos impedimentos tanto desde la intimidad de la persona como de las dificultades externas, aunque existe la ayuda sobrenatural dada en el sacramento del Bautismo y en el del Matrimonio.
Estas verdades se han de cuidar y respetar para que sean efectivamente ayudas válidas. Desgraciadamente la ignorancia o el abandono de las costumbres cristianas han llevado a las personas a no tener acceso a los sacramentos y para guardar “las formas” organizan eventos donde se simulan ceremonias religiosas. Aquí hay un problema no resuelto y es necesario afrontarlo con caridad y realismo. La confusión es destructiva.
La tarea de las familias del siglo XXI se puede sintetizar en los siguientes párrafos:
La familia cristiana es trascendente al trasmitir la fe, al buscar la verdad, el bien, la belleza y la unidad;
promueve la vida, la acoge y enseña a cuidarla;
es escuela, educa a los hijos para ser fuente de alegría y de riqueza de la sociedad;
vela por los derechos fundamentales: derecho a la vida, el derecho de los hijos a tener un padre y una madre -o al menos una figura materna y paterna- para su desarrollo físico y psíquico, y el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus principios;
los padres son los principales promotores de los hijos y el Estado no debe anteponerse ni imponer ideologías totalitarias que limiten la libertad de los padres a determinar qué tipo de educación quieren para sus hijos.
El Estado ha de protegerla y proporcionarle, de forma subsidiaria, todo lo necesario: proteger la vida, apoyo a la maternidad.
La familia cristiana rescató los valores del imperio romano, la familia cristiana puede rescatar los valores del mundo contemporáneo.
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