Esta ñora ha decidido que a partir de ahora, no va a caer en esa pregunta, va a asumir que es perverso.
Esta ñora fue al súper el otro día, apenas está recuperando esta prepandémica costumbre, porque varios meses prefirió pedirlo a domicilio. Esta ñora no estaba preparada para el reto de salir y mantener el cubrebocas tanto tiempo, más la careta, más el cálculo de la distancia ante las demás personas en el súper, más el ataque de paranoia viral que la hizo usar medio litro de antibacterial en una sola salida… Y luego al llegar la inagotable (y ahora se empieza a cuestionar necesidad) de desinfectar todo lo que compró. ¡Qué estrés!
La ñora niega terminantemente la acusación del ñor de haber comprado lo doble de lo que así en esos idílicos tiempos del pasado. Lo que pasa es que el ñor nunca guardaba el súper, ni el papel de baño, ni los shampoos, ni nada que no le fuera específicamente pedido. ¡Y esa ceguera y parálisis ante cualquier tarea de la casa resultó hereditaria! Los escuincles, perdón, las bendiciones tampoco ven las botellas, ni los jabones, no los ven físicamente junto al gabinete, los saltan, los evaden… resultado: hasta que esta ñora grita, los guardan y aun así dudan de que sea necesario hacer ese esfuerzo. Prefieren que alguien más, o sea, la ñora lo haga.
Mientras lavaba los platos del desayuno y meditaba qué pasaría en la casa de la ñora (que es la de usted, querido lector) si se fuera una semana lejos, qué efectos tendría esa ceguera y parálisis tan selectivo. En esas andaba, cuando escuchó una declaración: “Yo antes pensaba que el estrés era una exquisitez de la pequeña burguesía, pero ahora me doy cuenta de que sí existe”.
Claro, el ni-de-chiste-iré-a-mostrar-solidaridad-al-personal-médico-o-a-los-enfermos-porque-qué-tal-si-me-enfermo-yo fue el autor de esta maravillosa confesión. Con aquello de que su pecho no es bodega, regala unos momentos de sinceridad como ese, o aquel de iba más o menos como “a poco creen que yo vengo aquí con datos y análisis, yo vengo hablar de lo que siento”. Y la explicación es muy parecida al mal que se sufre en esta casa: no había visto que gobernar es un trabajo y que requiere esfuerzo y provoca estrés, porque obvio no había trabajado, lo que universalmente se conoce como trabajar. Prefiere que otro lo haga.
Pero no sólo no vio eso antes, y por eso está estresado ahora, ahora tampoco ve que sus programas sociales, incluso si fueran bien intencionados, son insuficientes porque crean gente dependiente y no impulsan la creación de empleos. Tampoco ve que el soltar la chamba de la pandemia a su rockstar favorito y decir que ya se acabó es suficiente, porque hacer algo más implicaría esfuerzo. Como sólo ve el pasado “glorioso” de Pemex, no quiere hacer el esfuerzo de replantear un rumbo que sería doloroso, pero que sí ayudaría a las finanzas y hasta al medio ambiente, y así.
En su ceguera incluso se ha lastimado en lo que más le duele: su imagen. Antes, en tiempos mucho más antiguos que los de la vieja normalidad, el día del informe era un espectáculo, era el llamado día del presidente. Ahora su “informe” fue más breve y más insignificantes que cualquier mañanera, aunque sí logró batir el récord de “afirmaciones no verdaderas”, término que usa el analista Luis Estrada para señalar las promesas, datos falsos o que no se pueden probar. O sea, en lenguaje de antes mentiras. Los 45 minutos le dieron para decir 2 por minuto. Nada mal dada su velocidad normal para hablar.
Ahora lo que el las-consultas-sobre-proyectos-de-gobierno-son-sólo-para-los-que-yo-quiero-ni-inventen-hacerlas-sobre-las-refinerías vea o no vea, la verdad deja de ser importante respecto a lo que los mexicanos veamos, o mejor dicho, decidamos ver.
A esta ñora todavía le asombra que a dos años de gobierno (es una cortesía llamarlo gobierno) lo único constante es la duda: es un inepto o un perverso. Y esta duda constante, que a la ñora comparte, es en realidad muy peligrosa. Es el resquicio que algunos, sobre todo los que votaron por él y alguno que otro despistado, tienen para no ser más exigentes con él. Despierta un resorte de mal entendida compasión, un “ay pobrecito, velo, le echa ganas, pero es medio menso, pero se levanta bien temprano”. Una versión más de la ceguera que opta por no ver lo que está mal, por no ver que se tiene que levantar los shampoos y poner los jabones en el gabinete porque también es su obligación.
Esta ñora ha decidido que a partir de ahora, no va a caer en esa pregunta, va a asumir que es perverso. No tanto de bruja del cuento de cacle, cacle, voy a destruir al país porque soy bien malvado (oigan de fondo unas carcajadas maléficas) y los compinches del aquelarre del Foro de Sao Paulo me dicen qué debo hacer, sino porque el efecto es el mismo: el país está en riesgo. Y lo que esta ñora está convencida, es que hay que luchar contra el efecto y dejar de preguntarse si el camino lo marca la mayor ineptitud en la historia o la intención más maligna. Es ñora opta por la ceguera selectiva.
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