Todo el pueblo se apostó a ver cómo sacaba las ratas y la paz volvía.
Ahora que el no-doy-pésame-a-mexicanos-nomás-mando-mensajes-de-condolencia-si-usted-además-es-gringo compartió una de sus fábulas favoritas, que ha sido objeto de especulaciones y análisis de muchos, esta ñora quiere compartir uno de los cuentos favoritos de uno de los escuincles, perdón, bendiciones: el del “Flautista mascupano”, y empieza con el típico: Había una vez…
…una hermosa población en medio de la selva donde vivían felices todos los pobladores, hasta que poco a poco fueron llegando unas ratitas. Al principio, a algunos les parecieron muy graciosas con sus pelitos y sus colitas. Algunos pensaron que eran una molestia que no se podía evitar y que iban a tener que convivir. Algunos otros no estaban tan felices con los roedorcitos y trataron de hacer algo, pero no muy contundente.
Entre que sí y que no, el hermoso e idílico edén se llenó de ratas que agujereaban los sacos de harina, roían el pan, rascaban el queso, se comían las mazorcas, mordían a los ancianitos y transmitían la rabia a otros animales…
Un día apareció por ahí un flautista que ofreció con insistencia sus servicios al pueblo, les juró y perjuró que si le daban su confianza y sus votos, les iba a resolver los problemas. Las cosas se pusieron muy tensas en la reunión del villorio; unos decían que no le hicieran caso, que ellos habían leído una vieja historia medieval donde un flautista sí se llevaba a las ratas, pero luego también a los niños… y alguno agregaba que hasta se los había comido.
Otros decían que esos eran infundios de la prensa europea y que el flautista tropical era diferente, que no fueran conservadores porque cualquier opinión en contra era de conservadores fifís. Algunos más querían que el flautista les presentara un plan concreto de cómo pensaba sacar a las ratas del lugar, porque eso de que tocando la flautita y que con eso era suficiente, se les hacía sospechoso.
Finalmente, hubo una votación y ganó el flautista. Todo el pueblo se apostó a ver cómo sacaba las ratas y la paz volvía. El mero día de la esperadísima actuación, el flautista avisó que estaba enfermo, que le habían caído pesadas las tortas de cochinita acompañadas de jugo de piña que, a su mecha, estaba bien bueno, pero que mañana con gusto.
Al día siguiente el flautista se apareció, pero dijo que antes de llegar al extremo de usar la flauta iba a probar unos encantamientos mágicos que le había enseñado su mamá. ¡Y en lugar de flauta sacó una chancla voladora! Pero con tal mal tino, que ni a una de las ratas le dio. Se disculpó y dijo que regresaba mañana temprano.
Algunos del pueblo se comenzaron a impacientar: ¿no que en cuanto tomara posesión como flautista oficial de pueblo todo iba a salir bien? Pero los otros los callaban con el argumento de “no te vi quejarte cuando las ratas nos invadieron”. Curiosamente, se lo decían a los que sí se habían quejado, pero esta ñora contará esa historia en otra ocasión.
El flautista se presentó de nuevo, y dijo que le habían faltado las palabras mágicas. Así que sacó la nuevamente la chancla y al momento de lanzarla gritó: ¡Fuchi, guácala! Y nada, ni una rata se fue.
Algunos del pueblo ya andaban muy enojados, sobre todo los que no habían votado por él, pero otros también se habían pasado a ese bando explicando que ellos no habían visto bien, que parecía buena gente, pero que ya no les gustaba nada la situación. Porque cada día que pasaba las ratas parecían incluso más agresivas y ya no sólo mordían a los ancianitos, sino a los bebés. Y uno de los habitantes del pueblo contó que no estaba seguro, pero que la noche anterior había creído ver al flautista acariciando y alimentando a una rata. Obviamente, algunos de los fieles del flautista le dijeron una sarta de improperios –o sea, le recordaron a su mamacita– y el pobre se calló.
Cada día el flautista aparecía muy temprano y daba explicaciones muy raras, que no cuadraban ni en los números ni en la historia del pueblo. Pero el colmo fue que una mañana les anunció que ahora sí, que ese día sí iba a tocar para acabar de una vez y como lo había prometido, con las ratas del pueblo. Inspiró profundo, hizo la boquita de flautista y comenzó a mover los dedos en el aire.
Todos se miraban unos a otros: ¿qué onda con este flautista? Los defensores que todavía tenía les reclamaban a los enojados vecinos: ¿Por qué no confían? ¿A poco no ven que ya está tocando? ¿O si no para qué mueve los dedos? Los del pueblo vecino, un poco hipocritones porque bien que ellos también tenían ratas, comenzaron a mandar mensajes: “¿Qué pasa con sus ratas? Ya están más agresivas, son más y traen productos más tóxicos”.
El cuento favorito del escuincle, perdón, la bendición, todavía no tiene el final escrito. Esta ñora no se atreve a pensar en los posibles escenarios: ¿Las ratas contagiarán enfermedades a la población y morirán? ¿Seguirán mordiendo a niños, ancianos, mujeres y hombres hasta que no quede ninguno? ¿Los invadirán del pueblo vecino como sugieren algunos de los últimos mensajes? ¿El flautista en verdad parece puesto para proteger a las ratas y no a los que creyeron que solucionaría el problema?
Esta ñora ha escrito un cuento, pero en la realidad, las imágenes de todas las matanzas que cada día se acumulan la tienen con una angustia como pocas veces ha sufrido: ¿serán sus propias bendiciones o el ñor las siguientes víctimas?
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