Madre, una palabra tan corta cuyo gran significado une, hasta cierto punto, en la celebración de esa bella y especial mujer a quien debemos la vida.
Estamos en mayo, mes de grandes e importantes conmemoraciones entre las cuales, destaca el día de la madre. Madre, una palabra tan corta cuyo gran significado une, hasta cierto punto, en la celebración de esa bella y especial mujer a quien debemos la vida; a una sociedad que cuenta con los dedos de la mano los escasos valores que aún comparte.
Durante esta temporada los medios, que nos bombardean con las imágenes del mejor regalo para mamá, son paradójicamente; los mismos que se ha encargado de bombardear a la mujer con lemas y doctrinas que hacen ver a la maternidad como una opción que es mejor no tomar o tomarla tarde y por una única vez. Nuestra sociedad, tan acostumbrada al absurdo, llega a compaginar imágenes de amorosas madres con divisas que sostienen que, la mujer puede ser todo lo que quiera. Todo lo que quiera menos “sólo ser madre y esposa”.
Por ello, son varias y cada vez más jóvenes, las mujeres que, desafortunadamente ya no se ven embargadas de felicidad ante un embarazo. Ahora el resultado de la prueba muchas veces se espera en soledad y en pánico. Además, varias de ellas tienen ya en el pensamiento la mortal solución al “problema” y a fuerza de pastillas o de una funesta intervención tornarán en negativo la prueba positiva de embarazo. Nuestra sociedad que tanto habla de amor ha transformado el acto mismo de la procreación en un abrazo frío, estéril y en ocasiones mortal.
Además, ser madre ya no se escribe con mayúscula, ahora es sólo una parte más de la autorrealización de muchas mujeres, una marca más en sus metas logradas, pero no la labor que requiere su mayor esfuerzo, dedicación y empeño. Y siguiendo con las incoherencias, declaramos que la madre es insustituible mientras promovemos leyes y programas de guarderías y actividades extendidas en los colegios con horas que igualan a las laborales; como si para el infante y aún para el niño fuera lo óptimo pasar la mayor parte de su tiempo fuera de casa y con extraños, desde la más tierna edad. Muchas madres han aceptado esta sustitución “de facto” al grado que su labor se ha reducido a la de chófer, animadora y administradora. El hogar de antaño ha sido reemplazado por una casa a la cual, como si de un mal hotel se tratara, sólo se utiliza para descansar y acaso para cenar cualquier cosa de pie y rápidamente. Ante esto, no es de sorprender el que varias jóvenes ya no deseen casarse y tener bebés que ahora son sustituidos, con gran estilo, por el perrito “a la moda” a quien visten, peinan y pasean en carriola.
Para colmo, nuestro empeño por romper moldes, destrozar bardas, tirar estatuas y hasta invertir valores, no ha perdonado ni a este bendito vocablo. Desafortunadamente, varios de nuestros “líderes” están impulsando la “ideología de género” que, en su total desprecio por la verdad y la bondad; llega a la aberración de sustituir el término madre por persona gestante. La verdad resulta altamente ofensiva y sumamente peligrosa en una sociedad que, nutre de mentiras sus caprichos y celebra con aplausos y enhorabuenas la llegada del fruto del materialismo más descarnado, el hijo gestado en un vientre alquilado mediante un contrato repleto de cláusulas inhumanas.
Y, sin embargo, advertimos que algo no está funcionando, que las mujeres con todos sus nuevos derechos están más insatisfechas, más descontentas y deprimidas que nunca. Que son muchos los jóvenes y aún los niños que sufren de una depresión y una ansiedad nunca vista. Que los varones, aunque no se atrevan a decirlo y aunque muchos por debilidad se hayan acomodado a las nuevas circunstancias; tampoco gozan de una mejor situación familiar y la mayoría de las veces ni siquiera profesional ni económica. Aún los optimistas, si son honestos, reconocen su desencanto y preocupación ante la cantidad de familias rotas, cuyos evidentes zurcidos y abigarrados parches no logran enmendar unas fracturas que gritan a los cuatro vientos que hay algo que no marcha bien en nuestra sociedad y aún en nuestras propias familias.
Nos estamos acercando, a pasos agigantados, al distópico mundo feliz de Huxley. Un mundo donde los humanos no tienen ningún lazo afectivo entre sí. Una sociedad sin tradiciones ni valores que transmitir de generación en generación; tan desamparada que utiliza el progresismo y hasta la enfermedad y la guerra; como momentáneos ideales que sustituyen los valores compartidos y aún a la virtud. Un mundo donde la mujer no depende del hombre ni el hombre de la mujer ni siquiera para tener descendencia. Un mundo donde los niños son fabricados a “la carte”, donde crecen prescindiendo de la madre que lo gestó y parió o del padre de quien heredo tantos rasgos. Con los vientres de alquiler y procesos artificiales de fecundación esta realidad ya está tocando a nuestra puerta. Y de este mundo orwelliano, de ese paraíso utópico que en realidad enmascara un averno, sólo es posible librarnos a través de la maternidad fecunda. De esa fecundidad, ya sea física o espiritual, que tanto acerca al cielo a la mujer.
Por ello, urge reconocer y recobrar el hogar cristiano. Ese hogar en el cual el niño aprende sus primeras palabras, mas también sus primeras oraciones. El hogar donde se enseña a conversar, pero sobre todo a buscar y defender la verdad aun cuando ésta tenga consecuencias adversas. Ese hogar en el cual la madre enseña a caminar al niño y lo encamina por el estrecho sendero recto. Donde la madre graba, a golpe de cariños, los principios morales que el relativismo del mundo desdeña enseñando a sus hijos a distinguir lo usual y atractivo de lo bueno y virtuoso. Es en la familia el niño aprende a practicar la cortesía, la justicia, la paciencia, la fortaleza, la prudencia y la templanza. Y es, entre los diferentes caracteres, edades, intereses y habilidades de los miembros de ésta, donde el mandamiento de amar al prójimo cobra un sentido real, pues la familia cristiana se alimenta ante todo, de la caridad; esa de la cual nos dice san Pablo que: “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”.
Es momento de recuperar la fe y la esperanza que guiaron a nuestras madres, abuelas y bisabuelas al mecer una cuna. Ellas no aspiraban a dirigir una ciudad y ni siquiera una empresa; mas sus manos, frágiles y aparentemente improductivas, pusieron muchos de los cimientos que ahora en nuestra soberbia estamos derrumbando. Cimientos que tenemos la obligación de reconstruir y hasta de acrecentar formando a nuestros hijos, no para el triunfo momentáneo sino para la gloria eterna. Para que, como Santo Tomas Moro sean: “fieles servidores del rey, pero de Dios primero,” pues no hay nada mejor ni más grande que les podamos transmitir que el amar y servir al Rey de reyes.
Y ahora que nuestro mundo, con sus usos, sus costumbres y su abierta rebelión contra Dios; nos hace temblar ante la odisea que representa llevar a nuestros hijos a buen puerto, recordemos que mayo es, ante todo, el mes dedicado a María; Madre de Dios y Mediadora de todas las gracias, cuya fe y confianza en Dios no se vio mermada ni siquiera en el momento en que Su Divino Hijo, humillado, herido, desfigurado y crucificado para redención de nuestros pecados le pide, que nos tome a nosotros como sus hijos. Que María: Madre amable, Madre admirable, Madre del buen consejo; sea nuestro refugio en las tribulaciones y nuestra defensa y escudo en las tentaciones. Que cubra y supla todas las debilidades, defectos y deficiencias que como madres tenemos. Que siempre, sobre todo en los momentos más difíciles de nuestra vida como madres, las bondadosas y tiernas palabras de la Virgen de Guadalupe nos llenen de fe y esperanza: ¿No estoy yo aquí que soy tu madre, no estás bajo mi protección y amparo?
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