Una falsa promesa

En nuestra época en la cual, abundan los temas controversiales, es interesante notar que hay temas que la gran mayoría, incluyendo a muchos de los llamados ultraconservadores, no se atreven a cuestionar en lo más mínimo. Uno de estos, es el impacto negativo que ha tenido la ideología feminista en toda la sociedad, empezando por las mujeres. Y es que dicho movimiento, promovido sólo por unas cuantas mujeres, logró, con ayuda de los medios de comunicación e instituciones internacionales, seducir a varias mujeres y presionar a muchas más, a abandonar su hogar a fin de competir con los hombres en su lugar de trabajo. Así, a la vez que se prometía una libertad en la cual el cielo era el límite, se afirmaba una y otra vez, que la mujer encontraría la plenitud tan anhelada a través de su profesión.

En la práctica, las cosas no fueron tan fáciles. Sólo algunas mujeres fueron capaces de llegar hasta la cima. Una cima a la cual, dicho sea de paso, tampoco llega la gran mayoría de los hombres. A distancia, el jardín del vecino siempre se ve más verde, bello y espacioso que el propio pero de cerca, el encanto se desvanece fácilmente. Muchas mujeres consiguieron un trabajo. Mas como la vida profesional exige esfuerzo, renuncia y sacrificio, la mayoría de ellas tuvo que sacrificar, el tiempo antes dedicado al hogar y a su familia y no pocas decidieron posponer y hasta renunciar a formar una familia. Esto ha traído como resultado un creciente descontento e insatisfacción el cual, ha sido utilizado por el sistema para que la mujer, persistiendo en su engaño, se revuelva furiosa contra el hombre, chivo expiatorio de las siempre insatisfechas feministas. Ya que, dicha ideología ha extendido con gran éxito; tanto el mito de la mujer como eterna víctima, como una insatisfacción que parece crecer con cada generación.

Es importante resaltar que alrededor de 1960, las mujeres se encontraban, en promedio, tan satisfechas con su primordial papel de esposa y madre que se declaraban más felices, en promedio, que los hombres. Paradójicamente, fue en esa época, de general satisfacción femenina, cuando la feminista Betty Friedman diagnosticó que las mujeres eran víctimas del “problema sin nombre” argumentando que el trabajo de la mujer, como madre y esposa, era insatisfactorio y servil, aun cuando, muchas mujeres no se percataran de ello.

Actualmente la mujer, en la gran mayoría de los países occidentales, ya no sólo goza de igualdad sino que, en varios lugares disfruta hasta de ventajas, cuotas y privilegios que le permiten estudiar, trabajar y desarrollarse plenamente. Sin embargo, de acuerdo con varios estudios, la mayoría de las mujeres en occidente se encuentran mucho menos satisfechas y felices de lo que lo estuvieron las generaciones de mujeres que, “oprimidas por el machismo”, se dedicaba primordialmente, al hogar. De acuerdo con los datos del 2021 del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC), más de la mitad (57 %) de las niñas y jóvenes afirman sentirse constantemente tristes y deprimidas, las cifras más altas jamás registradas.

Este informe, que debería llamar la atención de propios y extraños encierra una cuestión por demás incómoda: ¿A qué se debe esta insatisfacción general, que en muchos casos raya en una severa depresión, justo ahora que las mujeres tienen, iguales o aun mejores, oportunidades que los varones? Porque las estadísticas en los E.U. señalan que las mujeres superan en número a los hombres en las universidades; en los lugares de trabajo las mujeres ocupan el 50,04% de todos los puestos disponibles; en la pantalla grande y chica abundan los personajes femeninos representando papeles tradicionalmente masculinos y en la política, han logrado un aumento del 50% con respecto a la representación femenina de hace sólo una década. Además, se prevé que dichos porcentajes seguirán ascendiendo.

Desde hace décadas, las instituciones educativas han promovido la llamada “emancipación” de la mujer alentando y aun presionando la incursión de las niñas y jóvenes en todo tipo de profesiones a la vez que ha atacado, a diestra y siniestra, la institución familiar. Aún en la mayoría de los institutos y familias católicas, la educación profesional de las mujeres ha pasado a ser lo más importante, subordinando el matrimonio y los hijos, a la carrera. Sin embargo, los resultados hablan por sí solos. A mayor “liberación” de la mujer, mayor es la insatisfacción de éstas. Y para quien dude de las estadísticas, basta con asomarse a cualquier marcha encabezada por feministas para darse cuenta de lo evidente; la mujer está más resentida, encolerizada y deprimida que nunca.

Dicen que es un signo de locura hacer lo mismo una y otra vez esperando un resultado diferente. Nuestra sociedad, a pesar de todos los males que ha traído el feminismo, empezando por la infelicidad de la mujer, sigue impulsando el que ésta reniegue, cada vez de manera más extrema, tanto de su esencia como de su insustituible misión. Es momento de reconocer que la sociedad perdió desde el momento en que permitió que se degradara la bella y sagrada vocación a la cual están llamadas la gran mayoría de las mujeres; como si una profesión y estar en nómina fuese más importante que, mantener encendido el fuego de un hogar en el cual la vida se da y recibe de manera generosa. Hoy, la mujer tiene múltiples parejas y está más sola que nunca; goza de un sueldo pero depende de pastillas anticonceptivas, antidepresivas y hasta del aborto; está tan emancipada que muchas no tienen ni esposo ni hijos, mas la tan ansiada realización se ha tornado en amargura, resentimiento y desolación. Y es que, como afirmó Alicia von Hildebrand: “Una mujer por su propia naturaleza es maternal, ya que toda mujer, ya sea … casada o soltera, está llamada a ser una madre biológica, psicológica o espiritual, ella sabe intuitivamente que dar, criar, cuidar de otros, sufrir con y por ellos -pues la maternidad implica sufrimiento- es infinitamente más valioso a los ojos de Dios que conquistar naciones y volar a la luna”.

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