Los cristianos han ido perdiendo el sentido trascendente de su misión y deformando su identidad, pues en lugar de transformar al mundo, se han dejado transformar por él.
En la entrega pasada hablamos de cómo los cristianos, buscando congraciarnos con el mundo, hemos ido perdiendo el sentido trascendente de nuestra misión y deformando nuestra identidad, pues en lugar de transformar al mundo nos hemos dejado transformar por él.
Desafortunadamente, no pocos cristianos vamos pisándoles los pies a los liberales en eso de negar verdades morales; sino abiertamente, al menos “de hecho”, enfatizando los “desarrollos positivos de la sociedad” y esquivando, en nombre de una falsa caridad y una tergiversada misericordia, señalar el error.
Y ya que estamos en el mal llamado mes del orgullo, empecemos por analizar un tema que hasta hace algunas décadas pertenecía al armario cerrado de lo privado y que fue saliendo sigilosa más astutamente del clóset a través de series y películas, así como del apoyo de los medios de comunicación, políticos, líderes y celebridades; consiguiendo, en pocas décadas, que la mayoría de los estados occidentales les conceda unos derechos que por naturaleza no poseen.
La tradición de la iglesia siempre ha declarado que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados”. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. Y por todo lo anterior, no pueden recibir aprobación en ningún caso.
Si bien el catecismo señala que dichas personas deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza; también afirma que las personas homosexuales están llamadas a vivir en castidad, por lo que hace una muy clara y necesaria distinción entre los actos homosexuales, que son intrínsecamente desordenados, y las personas con inclinación por las personas del mismo sexo que viven virtuosamente y requieren ser respetados, apoyados, confortados y alentados.
A pesar de que esta enseñanza es ampliamente conocida, los conservadores nos hemos dejado arrastrar por la corriente y hemos aceptado no sólo a las personas homosexuales, sino también su “identidad” con el consabido estilo de vida, dentro de nuestras mismas filas. Son varios los partidos “de derecha” (prácticamente la gran mayoría) que han aceptado a los homosexuales activos en sus filas, dando la apariencia de aprobar, cuando no lo hacen abiertamente, el “matrimonio entre personas del mismo sexo.” En casi todo el mundo tenemos ejemplos de cómo, dichos partidos no sólo no han tratado de revertir, sino que han otorgado su apoyo, más o menos explícitamente, a las leyes que, en nombre del progresismo, atentan abiertamente contra la ley natural. Dicen defender los principios cristianos de nuestra civilización al tiempo que socavan con su aprobación, el pilar más importante de la misma, la familia. Por éste, y otros factores, los conservadores tenemos cada vez menos que conservar. Vamos uno o dos pasos atrás de los liberales mas caminamos en la misma dirección.
Desafortunadamente, esta tendencia no se limita a la política, sino que ha permeado las mismas filas del cristianismo. Son cada vez más “los fieles” que hacen malabares para tratar de estar bien con Dios, afirmando que aceptan las enseñanzas de la iglesia; y con el César, alegando que, por cuestiones de prudencia no apoyan los esfuerzos realizados por unos pocos rígidos, intransigentes y trasnochados cristianos que se empeñan en denunciar el daño que causa a la sociedad, no sólo el mal llamado matrimonio homosexual, sino aún la aceptación legal de las uniones civiles del mismo sexo. Estos cristianos “tan prudentes” alegan que, debido a las circunstancias actuales, el emprender una “cruzada” contra el matrimonio homosexual causaría muchos problemas, disensiones y dificultades sociales. Proponen que, la mejor opción es enfatizar lo positivo del matrimonio heterosexual, a través del testimonio personal; evitando a toda costa, la más mínima alusión a todas las conductas inmorales que se esconden detrás del llamado matrimonio homosexual. En el colmo de la ingenuidad (no queremos pensar que sea cinismo) llegan incluso hasta a citar la enseñanza de Santo Tomas de Aquino, sobre la tolerancia al mal menor, como si una conducta diametralmente opuesta a la ley natural, a las enseñanzas de la iglesia y que atenta directamente contra el plan de Dios respecto a la complementariedad hombre y mujer pudiese considerarse, un mal menor.
Esta posición está tan extendida que, cada vez más padres de familia católicos, pasan por alto las enseñanzas de la iglesia respecto a éste (y otros temas) sosteniendo que, basta con que sus hijos tengan en casa el ejemplo de un matrimonio bien avenido para que los hijos “se decanten” por dicha opción contribuyendo con su silencio cómplice y su sonrisa condescendiente a la aceptación de este tipo de uniones; las cuales, no solo dañan directamente a las personas implicadas sino a toda la sociedad. Además, dichos padres parecen ignorar el hecho de que sus hijos estarán expuestos a través de incalculables medios (aun teniendo un gran cuidado en los espectáculos y las amistades) pues este tipo de conductas desafortunadamente se pasea ya, a la luz del sol.
Y si bien la gran mayoría de los promotores públicos de este tipo de conductas no atraen, debido a su vulgaridad y a su agresividad, no podemos perder de vista el otro tipo de homosexual; ese de cuello blanco que viste trajes cortados a la medida, que tienen un excelente gusto, que son cultos y tienen un aire distinguido. Esos cuyas familias de revista han logrado que, debido a su carisma e influencia, se acepte como bueno y deseable el que dos hombres o dos mujeres puedan formar una familia, aunque ésta tenga que ordenarse a la carta a través de métodos artificiales e inhumanos.
Las constantes declaraciones ambiguas, dentro de nuestras mismas filas, siempre al límite de la ortodoxia; y que, sin cruzar la línea roja parecen sugerir que se está abriendo una puerta hasta entonces cerrada a cal y canto, han contribuido enormemente a que dicha conducta gane cada vez mayor aprobación, aun entre los católicos quienes, claudicando ante el mundo y sus mentiras hemos dejado de diferenciar entre la aceptación del pecado y la aceptación del pecador.
Como católicos, llevamos varias décadas enfocándonos en lo positivo, que cada vez es menos, evitando señalar los errores, que cada vez son más, de una sociedad que rechaza abiertamente la ley de Dios. Los resultados de esta táctica están a la vista.
En la primera encuesta de Gallup sobre el tema, en 1996, sólo el 27% de los estadounidenses apoyaba el “matrimonio” entre personas del mismo sexo. Dicho apoyo alcanzó un nivel de más del 50% en el 2011 y superó el 60% en el 2015, un mes antes de que la Corte Suprema de los Estados Unidos legalizara el llamado “matrimonio homosexual” en todo el país. Actualmente, el 71% de los estadounidenses apoya el “matrimonio legal entre personas del mismo sexo”.
Como vemos, los datos demuestran que, pese a contar con las mejores intenciones, la táctica del “evangelismo en positivo”, ha fallado estrepitosamente. No sólo no ha convencido a los ajenos, sino que ha llevado al error a no pocos católicos en todo el mundo. Esto, así como su repercusión, será analizado en la siguiente entrega. Termino, con la sabia máxima; “detesta el pecado, mas ama al pecador.”
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