¿Derecho a ofender?

En nuestra impía sociedad las ofensas contra la santa religión, a pesar de ser múltiples, rara vez son noticia. Por ello, la reciente muestra de imágenes blasfemas en la Universidad de Cuyo en Mendoza, Argentina, hubiese pasado desapercibida de no haber sido por un grupo de jóvenes católicos que destruyó las imágenes sacrílegas. Y es que nuestra sociedad, que en nombre de la libertad de expresión ha permitido que el error, las blasfemias y los sacrilegios campen a sus anchas, se muestra “horrorizada y escandalizada” ante el inusual ejemplo de ira santa de estos muchachos. De ahí que muchos cristianos, aun desde el púlpito, no solo han repudiado la destrucción de las obras expuestas sino que, en el colmo del irenismo, se han solidarizado con los “artistas”, que vieron afectado el “fruto de su trabajo y esfuerzo”.

Al parecer, hemos olvidado que la blasfemia, como lo afirmara Suárez, es la derogación del honor que pertenece a Dios. Puesto que la gravedad de una afrenta es proporcional a la dignidad de la persona a quien se dirige, la gravedad de la blasfemia estriba en que el insulto va dirigido a la inefable majestad de Dios; de ahí su atrocidad, que se solía castigar con gran severidad. Es bien sabido que, antes de la venida de Cristo los judíos castigaban severamente la blasfemia que también era fuertemente perseguida entre los atenienses. En la cristiandad, las severas penas contra este pecado instaban al pueblo a abstenerse de blasfemar, a fin de no provocar la ira de Dios. Fue a partir de la difusión; tanto de las ideas de la mal llamada reforma protestante, como posteriormente las de la ilustración (que desembocarían en la revolución francesa) que se comenzó a promover una falsa libertad humana, totalmente independiente de la ley divina. Así, las leyes contra la blasfemia empezaron, poco a poco, a abolirse o simplemente a ignorarse en los países de tradición cristiana que, fueron uno a uno, anteponiendo la llamada libertad de expresión al respeto y salvaguarda de las enseñanzas y dogmas religiosos.

Sin embargo, aun cuando no se enforzará la ley, gran parte del pueblo aún conservaba el santo temor de Dios que hacía, prácticamente impensable, la promoción y difusión pública de la blasfemia. Serían, como es habitual, los medios de comunicación, con la industria del entretenimiento a la cabeza, la que nos iría, poco a poco pero sin pausa, “insensibilizando” y acostumbrando a éstas. Actualmente: las muestras blasfemas en nombre de un “arte” inmundo son cada vez más habituales; no pocos cantantes cometen actos sacrílegos en pleno escenario y, algunos más atrevidos, hasta en los templos; el uso de lenguaje profano, aún en películas familiares, se ha convertido en algo común, amén de las películas y series abiertamente blasfemas. Es tal la irreverencia en nuestra sociedad que, el tomar en vano el Santísimo y Dulcísimo Nombre De Nuestro Señor Jesucristo es aceptado, por la mayoría de los cristianos, sin el más leve levantamiento de cejas.

De hecho, son varios los cristianos que, ante las blasfemias y puestas sacrílegas aconsejan; prudencia, diálogo y evitar caer en “provocaciones”. La santa ira y aun la justa indignación son vistas como “oscurantistas” y contrarias a nuestras libertades en las cuales, se incluye la llamada “libertad de ofender” (siempre que la ofensa se dirija al cristianismo, claro está). Porque bien sabemos que esta falsa libertad permite todo; menos la defensa y promoción de la verdad, de lo bueno y de lo sagrado. Actualmente, muchas enseñanzas bíblicas son calificadas como “discurso de odio” al tiempo que se hace escarnio de lo sagrado, que el sistema bien sabe distinguir de lo profano y aun de lo falso, puesto que los dardos, la gran mayoría de las veces van dirigidos contra el cristianismo. Cosa que se debe, no sólo a que nosotros solemos dar la otra mejilla, sino a que Cristo, parafraseando a Fulton Sheen; seguirá siendo tan odiado como lo fue cuando vivió entre los hombres. Por ello se ataca a la única Iglesia que no se lleva bien con el mundo, la Iglesia que es odiada por el mundo, como Cristo fue odiado por él.

Nuestra sociedad, que ha endiosado al hombre hasta colocarlo en el lugar de Dios parece haber olvidado la gravedad de la blasfemia. Sin embargo, San Efrén nos advierte: “¿No tienes miedo, blasfemo, de que baje fuego del cielo y te devore? ¿O que la tierra se abra y os trague?” Y es que, independientemente de que tratemos de minimizar las irreverentes muestras de los llamados artistas, haciéndonos cómplices con nuestro silencio, la realidad es que el blasfemo que no se arrepiente enfrentará al final de su vida un terrible castigo. Deus non irridetur (De Dios no se ríe nadie). Ante tal gravedad, ¿No es nuestra obligación moral advertir? Una de las obras de misericordia es corregir al que yerra. ¿Quién podrá reflexionar mejor sobre la gravedad de su obra sacrílega; aquel que recibe unas cuantas quejas provenientes de voces melifluas que, aluden la “ofensa a los sentimientos religiosos”; o aquel, cuya obra enfrenta la justa indignación de quienes están dispuestos a defender el honor de Dios?

Al intentar pobremente defender a Cristo, a la Siempre Virgen María y a Su Iglesia en nombre de nuestros “sentimientos religiosos” rebajando la Verdad al nivel de cualquier creencia; estamos escondiendo nuestra cobardía ante la defensa de la Verdad; prefiriendo, cual Pilato, lavarnos las manos con débiles quejas ante el temor de enardecer a la turba. Es momento de recordar que la blasfemia contra Dios, no solo “violenta nuestras creencias”, sino que hace escarnio de Dios, Bondad Infinita, Creador, Padre y Redentor nuestro.

Pidamos perdón y ofrezcamos actos de reparación por nuestros muchos pecados y roguemos por la conversión, especialmente de los más necesitados de la misericordia de Dios. Y que a todos nosotros, Dios nos conceda; la fortaleza y un inmenso amor por El para que, siguiendo el ejemplo de tantos mártires elijamos siempre: ¡Antes morir que blasfemar!

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