Vivimos en tiempos interesantes más también confusos y especialmente adversos a la verdad.
Vivimos en tiempos interesantes mas también confusos y especialmente adversos a la verdad. La prueba es que no pasa semana sin que abunden las noticias (aunque la gran mayoría de los grandes medios no las publiquen o las publiquen tergiversadas) de diversas situaciones en donde la verdad es perseguida, silenciada y en muchos lugares, hasta sancionada penalmente.
Lejos parecen quedar los días en los cuales coexistíamos “pacífica y amorosamente” los unos y los otros; los de izquierdas y los de derechas; los liberales y los conservadores, bajo el engañoso lema: mi verdad, tu verdad. ¡Ah, quien nos iba a decir que extrañaríamos ese tan convenientemente tibio relativismo en el cual, al menos en apariencia, todos teníamos cabida en un clima de amistosa tolerancia y condescendencia! Así, fuimos poco a poco, dulcificando el discurso para no lastimar, diluyendo la verdad para no ofender y mirando hacia otro lado para no atender el eminente combate. De este modo, mientras tranquilizábamos nuestra conciencia diciéndonos que lo importante era establecer en la sociedad un clima de respeto y cordialidad y que, la fuerza de la verdad se impondría por sí misma en nuestro mundo caído, abandonamos las trincheras y las dejamos a expensas del enemigo.
Mientras unos pocos valientes se afanaban por defender la tan zaherida verdad anclada en la tradición, la gran mayoría vivíamos en la más idílica utopía, permitiéndonos, además, criticar ferozmente a esas aves de mal agüero que profetizaban los grandes males que vendrían si se bajaba la guardia y juzgando que aquella ancestral máxima; el error no tiene derechos, correspondía a épocas pasadas y afortunadamente superadas. Nosotros, finalmente, habíamos aprendido que, las creencias más disímbolas y opuestas podían coexistir amigablemente; que la humanidad podía vivir fraternalmente (aún sin reconocer a un padre en común) y que todos podíamos, coexistir en paz.
Pavimentando el camino de buenas intenciones empezamos a ceder terreno, primero poco a poco y a pasos acelerados después. En nombre de la tolerancia nos callamos ante el error, en nombre de la igualdad le dimos alas y en nombre del progreso y los manidos derechos humanos se acabó imponiendo; y como el error no sabe estar solo, vino acompañado del pecado y la maldad. Pensamos ingenuamente que la verdad y el error podían coexistir pacíficamente y desoímos las voces de la tradición que, conocedora como es, del alma humana; nos advertía que, cuando la verdad se mezcla con el error, ésta se diluye dando lugar a la tan peligrosa ambigüedad.
¡Ah, qué poco duro esa paz irenista, ese fingido sosiego alcanzado artificialmente a costa de sacrificar principios innegociables! Como Eva, nos pusimos a “dialogar” con el enemigo y como Eva, perdimos la discusión y hasta el paraíso en el que creíamos vivir.
Creímos que el combate no era necesario y que todos los hombres por sí mismos, abandonarían el error debido a su carácter descomunal. El resultado es que, no sólo no convencimos, sino que la mayoría de los católicos, al no poner oposición alguna al zeitgeist; nos dejamos arrastrar por la corriente. Coqueteando con el mundo nos contagiamos de su espíritu. Buscando la reconciliación rebajamos la moral y suavizamos dogmas. En nombre de una renovación acabamos renunciando a nuestros más caros principios y hasta a nuestras más hermosas tradiciones.
Desde hace varias décadas hemos dado la falsa impresión de que la fe, los ritos y las ceremonias; la moral y las costumbres, evolucionan adaptándose a los tiempos “y a las necesidades del hombre actual,” como si el hombre de hoy fuese de un barro diferente al de Adán.
El resultado es que, actualmente la gran mayoría de los católicos practica la religión a la manera de los protestantes. Haciendo alarde de una pésima filosofía y de una aún peor teología, una gran mayoría cree que se puede ser un buen católico y no estar de acuerdo con las enseñanzas perennes e inmutables de la iglesia. Se antepone la opinión a la revelación y la voluntad individual a la autoridad, eligiendo (como si de un menú se tratase) que creer y que no, y aún que normas morales seguir y cuales son consideradas obsoletas pues son muchos los que consideran que, es bueno y justo que la moral “evolucione”, al grado que lo que ayer era malo ahora se considera bueno y deseable. No es baladí que, cada vez más católicos, aun entre los denominados conservadores, acepten entre resignados y entusiastas, las constantes innovaciones.
Congraciados con el mundo hemos gozado de sus placeres, portado sus modas y absorbido el pensamiento imperante. Al matizar la verdad hemos convertido al catolicismo en una serie de simples pautas, dirigidas a llevar una “buena vida”, tan intercambiables y mutables que atrae a pocos y aleja a muchos. Olvidamos que, aun cuando las creencias y prácticas son desafiantes y exigentes, sólo la Verdad Absoluta es capaz de colmar el alma humana.
Llevamos décadas preocupándonos más por alimentar el sentimentalismo que por proclamar la verdad. Acomplejados por las múltiples leyendas negras y por nuestra propia debilidad; olvidamos que la veracidad, la bondad y la belleza de la doctrina católica no disminuye por el mal ejemplo de tantos de sus miembros y que, el refutar los principios erróneos de un determinado credo o ideología no es atacar directamente a las personas que lo profesan. Recordemos que: “La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no aman”. (P. Reginald Garrigou-Lagrange, O.P.)
Hemos tratado de resguardar con disculpas y sonrisas los principios y valores que ya recibimos mermados y diluidos. Y aunque cada vez tenemos menos que conservar, nos falta valor y determinación para empezar a recuperar esa tradición que a muchos nos fue arrebatada sin habernos dado tiempo siquiera a conocerla. Sin embargo, sólo recuperando esa tradición tendremos algo que conservar y, sobre todo, algo que transmitir.
Es poco o nada lo que hemos ganado y mucho lo que hemos perdido al tratar de congraciarnos con el mundo. Es hora de trabajar por lo que realmente importa, la salvación de las almas. Termino con una frase de Romano Amerio: “Colocar el principio de la misericordia en contraposición a la severidad aplicada al error, es ignorar el hecho de que en la mente de la Iglesia; la condenación del error es en sí misma una obra de misericordia; ya que, al señalar el error, se corrige a quienes están sometidos a él, al tiempo que se evita que otros caigan en él.”
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